Los pálidos, de Lucía Carballal (La uña rota) | por Óscar Brox

Lucía Carballal | Los pálidos

A propósito de Las últimas, la colección de obras firmadas por Lucía Carballal que apareció publicada el año pasado, escribí que su teatro proponía una restitución de ese espacio propio, a veces también íntimo, continuamente sometido al ritmo avasallador y a la indiferencia brutal de nuestro tiempo. Si tuviera que destacar un rasgo de sus textos, sin duda sería la fuerza; no solo a la hora de escribir a sus personajes, sino también de ponerlos en escena, de plantear sus respuestas o, simplemente, su posición frente a las cosas. Cómo los desnuda, cómo los descubre y cómo hace que compartan sus cuitas personales con el lector/espectador. Pero, sobre todo, cómo los presenta activos, pese a estar encerrados en espacios sin vida -el interior de un bar cuando ya no quedan clientes, un hotel, el claro de un bosque o el ambiente tóxico de la oficina. Pese a esa sensación de extrañamiento y autoalienación. 

Con Los pálidos sucede algo similar. Enseguida reconocemos ciertos rasgos familiares: la sala de reunión de un equipo de guionistas (otro no lugar), el grupo humano construido como imposible retrato familiar y lo que se deriva de todo ello -la caída de Jacobo como metáfora paternofilial-, los diálogos siempre ágiles, que tan pronto rematan con detalles a los personajes como perforan algunos de los temas centrales de la obra. Y también advertimos ideas muy sugerentes: qué mejor lugar que esa sala de guionistas, laboratorio de tantas historias, para explicar lo que todavía puede dar de sí una ficción; especialmente, si la confrontamos con nuestra realidad. Qué mejor que una ficción para examinarla y examinarnos, preguntándonos por qué construimos así las historias con las que queremos contarnos. 

Aquí nos encontramos un conflicto entre Jacobo y María, el guionista veterano y la autora que accede a regañadientes, preocupada por cómo la maquinaria industrial del entretenimiento es capaz de modificar cualquier idea, sentimiento, identidad o creencia para capturar a su audiencia. O cómo se atraviesa esa línea invisible en la que uno se convierte en colaborador necesario. Carballal opone dos formas de ver la industria sin, por ello, ocultar otros perfiles en sus personajes: padre, hija, maestro, alumna, amigos, amantes. La relación, en casi todos, es asimétrica, pero ahí está el empuje y el ímpetu con el que se construye a María para regresar, de nuevo, al tema de la restitución. Con todo, lo justo es señalar que no se trata de ese conflicto sin aristas, maniqueo, sino que la dramaturga lo utiliza como un punto de partida. Jacobo es una figura preocupada por su obsolescencia, no por lo que respecta a la fama; o no solo por eso. Porque es escritor, trabaja con las palabras, y eso implica que algo de su voz se pierde, desaparece, con el fracaso. Es un personaje al que vemos desdibujarse a medida que avanza el texto. Y si se desdibuja, no es tanto porque fracase, sino porque no acepta que eso suceda y prefiere autoalienarse. Ser el líder de ese grupo de pálidos al que ya solo él pertenece. La familia descabezada.

Con María, en cambio, Carballal retoma la potencia de sus anteriores personajes. Añade otro eslabón a esa cadena en la que encontramos a Olivia, a Mónica o a las amigas de Las bárbaras. “Aquí se habla escribiendo”, se dice en un momento de la obra. Y es en verdad hermoso cómo se escribe el personaje de María. Cómo aparece en el texto y evoluciona, cómo rompe con ese toma y daca de diálogos con Jacobo, Max o Gloria para poder encontrar su voz. Para contarse. Para contarnos. No en qué mundo vivimos, cuál es nuestra realidad, sino cómo podemos vivir sin caer continuamente en esa espiral de decepción y furia. Me recuerda a la Mónica de La resistencia, oponiéndose activa y creativamente a ese cóctel de insatisfacción e inseguridad para no vivir en el ocaso. O para no entregar su vida a la velocidad de las cosas. A lo fugaz. 

En el teatro de Carballal siempre se deja hablar. Por muy violento que sea el momento, se elige la réplica y no el silencio. Para mí significa madurez, porque de alguna manera la dramaturga ha sabido encontrar las palabras con las que contestar a sus preocupaciones, que son también las de cualquiera. Sus obras son políticas sin venir de cargadas de intención; tan solo nos interpelan por asuntos cotidianos, personales e íntimos, pero no vacilan a la hora de plantar cara o discutir tendencias y actitudes. Fundamentalmente, si de lo que se trata es de saber movernos por la actualidad sin caer devorados por una cultura de usar y tirar, de mensajes chillones y valores apolillados. Y, con todo, es difícil no encontrar ternura e intimidad en la forma en la que presenta a sus personajes. Nunca son despiadados o babosos; como muchos, tienen miedo al olvido, a la pérdida nominal de su lugar en el mundo. No saben dar ese paso de un sitio a otro, quizá porque siempre han estado en el mismo escenario -la omnipresente sala de guionistas. Y en verdad Los pálidos es una bonita elegía al padre, porque no renuncia a mostrar su euforia y su decepción, a enseñar sus errores y su crepúsculo. Porque sabe cómo darle un final. Y es curioso que desde que leí el texto sigo obsesionado con esa última frase, que dice María evocando a uno de los directivos de la cadena y yo me empeño en ver como una elegía a Jacobo (¿Acaso se le puede decir algo más hermoso a una figura de autoridad, padre, amigo, amante?): “Estás creciendo”, decía. “Es hermoso verte crecer”. Son palabras que le otorgan un sentido al final. 

Resulta fascinante observar de qué forma se desarrolla el teatro de Lucía Carballal y cómo ese corpus de obras dibuja un paisaje para nuestro tiempo. Frente al ruido de la sociedad, al ruido de los medios, al ruido de la familia o a ese otro ruido, interior, de nuestros anhelos y aspiraciones. Su teatro habla de madurez y de la dificultad para alcanzarla en este mundo contemporáneo. Está surcado por el fracaso, a veces también por la vergüenza, pero entrega ese potente sentimiento de resistencia y restitución. Y al final, más que la partida dialéctica, lo que sentimos es que sus criaturas ganan ese lugar propio. Esa voz propia. Que es, en definitiva, con la que nos cuentan sus vidas.


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