Nadja, de André Breton (Cátedra) Traducción de José Ignacio Velázquez | por Juan Jiménez García

André Breton | Nadja

Pensaba que sería fácil escribir sobre Nadja, pero ¿cuándo ha sido fácil escribir? Siempre suspendido de esa delgada línea, esperando un accidente, ese acontecimiento del que surgirá la escritura, como un relámpago atravesando la más oscura de las oscuridades. Breton también pensaba en escrituras automáticas, en sueños, pensaba en la poesía y despreciaba la narrativa. Luego, escribió una novela. Esa novela fue Nadja, pero no era una novela como las otras, sino una novela que temía serlo, que intentaba escapar de las descripciones por las fotografías (sin embargo, en ella se demuestran innecesarias tanto las unas como las otras, porque es otra cosa sobre la que está construida). Leí la novela, volví a leer su historia de amor porque creía haber entendido mal. Vuelta a releer, sigo perdido en un mar de contradicciones. Intento atrapar algo, pero ese algo se niega una y otra vez a ser atrapado. Nadja es desconcertante. Como obra, como personaje. Para Breton, ella es un ser de otro mundo que no logra encajar en el suyo propio. Un ser mágico, surrealista por naturaleza, que se eleva por encima de todo, pero que luego, luego es nada, menos que nada, hasta irritante. Finalmente, lo entiende, la entiende, cuando conoce que ha sido encerrada en un sanatorio mental. Pero ¿por qué? Es una injusticia más. Esa negación de la diferencia. Me gustaría pensar, como él, de una manera idealizada, pero no puedo. Y entonces, todo choca. Trenes, ondas, fragmentos de cosas que se alcanzan en el aire. Siento un amor infinito por Nadja, pero no por Breton. Si, es una historia de amor, pero en ella está lo espiritual y en él está lo calculado. También en él, algo se rompe en pedazos, sin que logre reconstruir todo aquello que se ha roto. Entonces, siento que algo tiembla en él. Tiembla de miedo. El miedo ante algo que es más grande, demasiado grande para ser atrapado en un manifiesto, en un poema, en la literatura entera. Día tras día atravieso el frío más intenso. En esos días, André Breton se encontró con ese mismo frío. Caer. Luego volver a levantarse. Caer. Levantarse de nuevo. Caer. 

Nadja es una historia de amor. De encuentro. De pérdida. Pero en ella André Breton, del mismo modo, trazó un retrato de la ciudad y de aquellos días, del surrealismo como causa y ambiente, durante páginas reflexionó sobre los temas más diversos. Más tarde, pensó en aquella muchacha frágil y soñadora por la que realmente escribía, y lo abandona todo para lanzarse a los caminos de esa relación. Terminada, entre desencantando y abrumado, se encuentra tras ese tiempo superado. Conocedor del destino de Nadja, se enfrente al abismo (estoy tentado de escribir el abismo de la culpa). Escribe sobre la sociedad que la ha condenado, como esa sociedad es incapaz de recoger en ella esos accidentes, el misterio, esa ruptura de la linealidad. Tanto tiempo después, seguimos no sin entender misterios que no deben ser entendidos, sino sin encontrarles un acomodo en la estrechez de nuestros pensamientos. 

Pero qué estoy escribiendo. Nadie entenderá nada de todo esto. Tampoco yo. Nadja seguirá siendo una inabarcable novela de amor escrita por alguien que no creía en las novelas y quién sabe si en ese amor más allá de algo conceptual, una entrada en el diccionario del surrealismo. Quizás porque la eternidad es un espacio que no se alcanza, sino que nos alcanza, nos atraviesa y nos deja desconcertados. Nos deja desconcertados porque no hay límites, porque no hay ni tan siquiera horizonte, porque no podemos agarrarnos a nada, porque todo en allí es inestable, imprevisible, incierto. No retrocede, no avanza, es. Es una y otra vez. Es sin principio ni fin. De nuevo, ¿qué estoy escribiendo? Tadeusz Kantor decía que el arte no debe ser comprendido. Que es necesario que no sea comprendido. Que comprender es consumir. Ya está.


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