Ultramarinos, de Mariette Navarro (Irradiador) Traducción de Juan Carlos Durán Romero | por Óscar Brox

Mariette Navarro | Ultramarinos

La impresión de un instante. Con Ultramarinos me sucede algo parecido a lo que me ocurre con algunos libros de Pierre Bergounioux o Pascal Quignard -pienso en aquel maravilloso ensayo a propósito de Georges de la Tour y el oficio de tinieblas. El lector entra en el texto a partir de una imagen, ya sea un documento o una simple evocación; aquí el Atlántico más allá de las Azores. Y siente, a medida que pasa las páginas, que esa imagen lo arrastra de un párrafo a otro, de un capítulo al siguiente; que se repite obsesivamente porque su autora trata de capturarla, de presentarla en toda su dimensión, algo colosal, y el esfuerzo radica en encontrar las palabras para todo ello. El pulso, quizá. La delicadeza, seguramente. 

De Ultramarinos sabemos lo justo: un carguero, una veintena de hombres a bordo y una mujer capitaneando la nave. El destino final son las Antillas. La travesía, casi silenciosa, un mar profundo de aguas turquesas y espuma verde. Gestos mecánicos y disciplinados. Vidas interiores que son como mensajes borrados, escritos y reescritos en una pantalla de texto. Cartas que no se envían nunca. Historias que se quedan sin contar. Tal vez, porque esa condición del hombre o la mujer de mar marca una línea divisoria entre los vivos y los muertos. No se está de paso, no se pertenece a un lugar; simplemente, se atraviesa. Así también la vida y los dramas que forman parte de ella. 

Navarro, también poeta y dramaturga, escribe, más que una novela, un texto. Se entrega al peligro que entraña trabajar la palabra, el detalle y la descripción. A convertir esa búsqueda de la belleza y la construcción de imágenes en el esqueleto dramático de su obra. Es cierto que en Ultramarinos suceden unas cuantas cosas: a ratos un juego de gato y ratón con un presunto polizón a bordo; la bruma densa que envuelve a la nave hasta ralentizar su trayecto; el mar bravío que sorprende a los hombres en pleno chapuzón atlántico; o la tensión de la capitana, más que por el peso de la tradición familiar, por intentar sentir ese otro lenguaje con el que se expresa su medio natural: el barco, el mar, las cartas de navegación, los cuerpos de sus hombres, los motores, calderas, ordenadores y tareas que funcionan como engranajes de ese todo que es, apenas, un punto en el océano. 

Escribo búsqueda de la belleza porque Navarro la persigue en cada una de sus páginas. No se conforma con una descripción afortunada, necesita desplegarla, observarla, prácticamente adorarla. Quizá porque también hay una parte terrible en ella, igual que en ese episodio en el que la tripulación de la nave está a punto de ahogarse en mitad de la nada. Han bajado para nadar, o para mezclar sus cuerpos desnudos con el mar. Sea lo que sea, algo rabiosamente inocente. Y Navarro se las apaña para transformar esa misma inocencia en un horror que brota desde dentro. Primario. Brutal. Humano, sobre todo. Porque Ultramarinos es una novela que se pregunta una y otra vez por lo humano en un contexto de aislamiento y, se podría decir, autoalienación. Dónde quedan las pasiones, el humor, la confianza o, en fin, la fragilidad. Dónde se encuentra todo eso cuando no se esconde detrás de un uniforme o una orden. 

Los diálogos, pocos, son cortos y sencillos. Los pensamientos, también. Todo lo humano de los personajes se bate contra ese coloso marino que se apropia de cada página, que ralentiza la propia narración hasta hacer que parezca una descripción infinita del Atlántico. Es difícil de explicar, porque también Navarro coloca a sus personajes como entre una bruma emocional. Muestra partes, gestos y detalles. Pero, en esencia, no nos pregunta tanto por lo que sienten como, más bien, si se puede sentir algo cuando vives arrojado a un espacio tan inmenso. Tan bello y, a la vez, tan terrorífico. Cegador. 

De ahí, probablemente, que esos pocos detalles que cazamos sean tan sencillos, tan transparentes. Amor, soledad, miedo, incertidumbre. Humanidad. Las formas elementales para tratar de recuperarla. O de reconocerla en cada uno. He ahí ese momento revelador, en medio de las tripas del carguero, cuando capitana y oficiales se preguntan si el fallo de la nave no es, en verdad, un signo de comunicación del barco. La evidencia de que aquel tiene un lenguaje, casi un instinto, y como el mar bravío tiene que demostrarlo de tanto en tanto para ponerlos en su lugar. Para recordarles quiénes son, que es otro de los grandes misterios del libro -porque Navarro, de nuevo, elige lo breve, lo básico, ahorra, esconde y desdibuja para que el lector se quede con el impacto que provocan esas emociones expuestas, descarnadas, en la página. 

Ultramarinos es, más que una novela de poeta, prácticamente poesía prosificada. Sus párrafos podrían funcionar como versos montados, encabalgados, unos con otros. Furiosos. Impetuosos. Con esa cadencia que dibuja los tiempos muertos y el silencio del mar. Es, también, una novela en la que su autora abunda en la creación de imágenes, que a veces evocan una larga tradición de novelas marinas -de Melville a Conrad, pasando por Stevenson o Lowry- y, en muchas ocasiones, esa sequedad con la que otros se han acercado a un material parecido -por ejemplo, la cineasta Claire Denis cuando adaptó Billy Budd en su Beau Travail.Y digamos que esa combinación convierte a su obra en un objeto fascinante. En una lectura breve, reducida al tuétano, que incluso en su economía de páginas es capaz de apelar a una infinitud de cosas para contagiarnos de esa obsesión del mar que es, asimismo, metáfora de la vida. Sus protagonistas deambulan de una punta a otra del océano como lo hacen, en buena medida, por sus vidas. La enorme belleza que desprenden esas descripciones del lugar, del ritmo y el trabajo, es inversamente proporcional a la parquedad con la que afloran, a cada poco, las emociones. Si hay un misterio en Ultramarinos, definitivamente hermoso, brutalmente humano, es el de saber descifrar esa condición del hombre y la mujer de mar que se debate entre los vivos y los muertos.


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