Un largo camino, de Ishmael Beah (Big Sur) Traducción de Esther Roig | por Juan Jiménez García

Ishmael Beah | Un largo camino

Nos hemos vuelto insensibles. Años de guerras lejanas o cercanas, pero guerras de los otros. Muertos, muertes, migraciones, ruinas sobre ruinas, ciudades convertidas en escombros, hombres convertidos en escombros. No es solo un aluvión constante de imágenes que lo aplanan todo, una exaltación momentánea, que dura días u horas, un furor de redes sociales, noticias y luego nada, el olvido, aunque todo siga igual o peor. Ni siquiera es algo de ahora. Tengo la sensación de que el horror fue algo que se instaló en nosotros desde la Primera Guerra Mundial y que, desde entonces, no nos ha abandonado. Como si allí hubiéramos descubierto nuestra capacidad para autodestruirnos de las maneras más terribles y sobrevivir, los demás, a esa devastación. Llevamos mucho tiempo cultivando esa indiferencia. Y entre todos los sitios a los que preferimos no mirar, aun con su cercanía y con los vínculos colonizadores, África ocupó (y ocupa) un lugar preferente. Se han sucedido guerras y más guerras, algunas de una crueldad difícil de imaginar, incapaces de interiorizarla. Como si la pobreza de medios fuera un aliciente para una mayor crueldad, una devastación cuerpo a cuerpo. 

Entre todo eso, hemos oído hablar de los niños soldados. Años y años después, seguimos oyendo hablar de ellos. Sabemos de su existencia, al menos, vemos imágenes (entre todos esos otros miles y miles de imágenes). Pero más allá de todo lo que nos contaron, nada podrá superar el testimonio personal, íntimo, de uno de ellos, como es el caso de Un largo camino, en el que Ishmael Beah, cuenta su historia, desde que a los doce años su infancia se viera abruptamente interrumpida por la guerra civil que asoló Sierra Leona. Un día los rebeldes llegan a su pueblo y empieza una huida, separado de su familia, que le llevará a través de la desolación de un país en descomposición, arrasado, en el que no es que no haya lugar para los niños, sino que no hay lugar para nadie. Solo para la muerte y la destrucción en sus formas más primitivas. Unas formas en las que el otro es nada, un enemigo o ni tan siquiera eso. Un cuerpo vacío al que violar, quemar, matar. En definitiva, arrasar. Arrancar de la vida hasta que no quede nada, menos que nada, ni el polvo ni las cenizas. La primera pregunta sería como llegar a convertir a una persona en ese inmenso vacío incapaz de albergar ni el más mínimo atisbo de sentimiento. Ahora, años después, lo arreglamos todo pensando en el fanatismo religioso y paraísos que esperan a aquel capaz de inmolarse por unas ideas. Pero en aquellos años lo que lo movía todo era la venganza y los hilos que sostenían intereses económicos (bien pensado, tampoco hemos avanzado mucho). Y una vez entraba uno en esa rueda, lo importante era eliminar cualquier rastro humano dentro de cada persona, a través de las drogas, utilizadas generosamente, hasta construir máquinas de matar (y de morir). Y esas máquinas no necesitan mucho, solo esa voluntad construida y armas. El odio se ocupará de todo lo demás. 

En el relato de Ishmael Beah encontramos esa inocencia sacrificada, esa huida, la búsqueda de un lugar donde aferrarse (reencontrar a su familia) y el terror, siempre el terror. Y tras el terror, el temblor. La devastación del ser. Y convertirse, finalmente, en ese niño soldado. El primer muerto, como una mínima anécdota, y todos los demás, incontables. Todo el sufrimiento recibido y todo el sufrimiento ocasionado. Y luego, un día, salir de todo eso. De las drogas, del odio, de la venganza, reencontrarse con el niño, ya casi con el adolescente, abandonar la noche por un poco de luz. La reeducación, los recuerdos que vuelven, terribles, una vez tras otra, encontrar una nueva familia, agarrarse a ella, a la música, de nuevo a la vida, sin que nada sea fácil, nada fácil. Hasta que todo quede atrás, si es que es posible dejar atrás el infierno o las tinieblas. Y aunque la Historia nos demuestre, una y otra vez, que está condenada a repetirse. Una y otra vez.


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