Lodo, de Begoña Méndez (Lengua de Trapo)| por Gema Monlleó

Begoña Méndez | Lodo

“Yo también fui mortal, pero me hicieron hembra. Y todo lo que obtuve fue a Apolo sobre mí, escarbando con sus patas de insecto, con su sexo de insecto, escarbándome dentro como si fuese tierra.” 

Las escritas, Olalla Castro 

Lodo es un libro corpóreo, como todos los que escribe Begoña Méndez (Palma de Mallorca, 1976). Lodo es un cuerpo enfermo por tierra, mar y (seguro) aire. Lodo es piel, vísceras y órganos corruptos. Lodo es un espejo de la naturaleza deformada (no un espejo que deforma). Lodo es “un cuento de terror verídico y muy real”. Lodo es la narración de una violación “ecosistémica salvaje y desaforada”. Lodo es la acústica de los chillidos de los cerdos en las explotaciones porcinas y la silenciosa anoxia de los peces en la orilla de La Manga (“suicidios inducidos”). Lodo es los muertos de las minas de La Unión y el espejismo de los vergeles en el desierto tras los muros de hormigón. Lodo es dolor y calor y cadáveres y matarifes y danas y herrumbre y fealdad y averno y nitratos y ardor y exclusión y fisura y ultraje y amonio y lucro y…  

Y Lodo, el libro-cuerpo-de-mujer, es también la búsqueda de unas raíces, las de Méndez, las del tránsito de su padre desde Fuente Álamo (Campo de Cartagena) hasta Biniaraix (Mallorca), las del silencio (“no existe familia que esté libre de grietas”), las del desarraigo, las de la herida de la emigración y su “daño innombrable”, las de la condición marginal de una tierra, de una grieta, que refleja su rabia en un cuerpo que se nombra roto, excluido y descastado. Méndez, “animal de no-lugar, habitante de las zonas imposibles de habitar”, que reconoce su desierto, su vacío y su reniego identitario que empatiza con “las zonas de exclusión y los marginados que las transitan”. 

Lodo es la radiografía forénsica del Mar Menor, el de hoy y el de ayer, cuando empezó a forjarse su herencia maldita. Lodo es el retrato de un cuerpo enfermo, de un cuerpo al que le han inducido la(s) enfermedad(es): “un animal malherido, una bestia colectiva en peligro de extinción por causas antropogénicas”. Lodo es la fotografía velada de las consecuencias de la permanente agresión de la agricultura intensiva, del turismo de masas, del non-stop en granjas y mataderos, del urbanismo fiero con sus campos de golf y resorts, de la extracción minera. 

En Lodo la arena está enferma de venenos y cieno tóxico, y las algas Caulerpa se multiplican en progresión geométrica y arrasan los bosques acuáticos de Cymodocea (“hogar de bivalvos, de caballitos de mar y de peces agujas”). Las algas asaltantes libran una guerra subacuática en la que la mano del hombre les da la munición necesaria: algas como minas antipersona, anti-especies autóctonas, anti-humanidad que dejará de bañarse en un mar casi muerto. Un mar del que brotan miles peces-cadáver, peces con los ojos huecos y las agallas rotas y las bocas abiertas, peces muertitos con hedor a alcantarilla: “Acaricio ahogados, toco y lamo cicatrices. Meto los pies en un mar que sangra por sus heridas, noto el gusto oxidado de las sangres que vendrán, nuevas laceraciones, marcas y socavones que mañana ocurrirán.” 

En Lodo Méndez narra una agresión sistémica, para beneficio de las empresas que riegan/regaban de desechos y escoria el Mar Menor, en nombre del progreso (del suyo, claro), con inacabables vertidos de nitratos y fosfatos indigeribles que roban a la laguna su capacidad de autorregulación. Un Mar Menor humillado, atiborrado, engordado, degradado por la eutrofización. El metabolismo del mar tuneado por medusas y cangrejos invasores, por motos acuáticas y yates, por algas asesinas y fitoplancton. 

Lodo reverencia la belleza del desierto (“el emblema de la vida imposible, vida descarnada que limita con su fin”): un paisaje de secano “de un pajizo exacerbado” reconvertido ahora en campos de cultivo y complejos turísticos vacacionales, un anti-páramo artificial que cuando llueve de manera torrencial se convierte en vertedero de vida humana, aguas fecales por riadas, hedor de alcantarillas, edificios derruidos y “lagunas ulceradas que huelen a azufre”. La insensatez (otra más) de convertir el yermo en tierra de regadío (cuyos residuos tóxicos tiñen de verde la laguna: “la sopa verde”, antes de convertirse en lodo pestilente) y el “ajuste de cuentas” de la naturaleza violentada.  El metabolismo de la tierra tuneado. Tierra-mujer, tierra-cuerpo, tierra-sometida, tierra-corrompida, tierra-sin-derechos, tierra-teta-nodriza-mil-veces-chupada, tierra-vaciada, tierra-moribunda, tierra-desollada, tierra-herida, tierra-humillada. El vientre hinchado de la tierra y de los peces.  

Y en las montañas de Portmán las minas de la Unión con su escoria de metales trazando un tatuaje de cicatrices siempre abiertas, con su pasado de explotación de hombres y niños, de siniestralidad laboral y enfermedades, de saturnismo sin Quinta del Sordo, de pólvora y temblores y chinches y fuego y silicosis y grietas y cinco-tirones-significan-un-muerto y hambre y plomo y zinc y níquel y arsénico y cobre y hierro y aluminio y cadmio y más fango rojo en el Mar Menor. Y fetidez a infierno en el Mar Menor. Y ramblas anegadas de veneno iridiscente. Y la tierra desahuciada en un inframundo de tóxicos negros y melancolía rojiza.  

“Cuidar de los ecosistemas implica velar por un fragmento de mundo con un amor alejado del discurso identitario, más allá y desvinculado del afán de posesión, del empeño en someter una fracción de Tierra a los deseos humanos. Con un afecto distante de la idea de “lo nuestro”, un respeto en grado sumo desposeído y libre del concepto de pertenencia.” 

Y en Lodo, también, el espejismo del lujo egocéntrico, las casas que sólo muestran tapias, muros, sistemas de alarma, enrejados, árboles en falsos vergeles que lindan (extramuros) con descampados, hierbajos donde hay asfalto y solares pedregosos. Casas-búnker, casas-aislamiento, casa-yo-y-yo-y-yo para cancelar los lazos vecinales y comunitarios (ni unión, ni fuerza). La ideología del ladrillo macro y micro: “Hormigón. Cemento. Se vende. Se alquila. Se cae. Se pudre. Cables mordidos. Soportales vencidos. Casas a medio hacer. Polvo y contenedores.” El metabolismo del desarrollo urbanístico “consciente” prostituido. 

Y en Lodo Méndez coincide con las hordas del IMSERSO en invierno, la sedación de un bufet exuberante (ni un día sin que el neoliberalismo secuestre nuestras voluntades con sus “buenas intenciones”), la mansedumbre de la ancianidad “enmoquetada, cerdos de cuatro estrellas con baile incluido”. Porque Lodo es también el monocultivo turístico constante, la acumulación y el colapso “sometido al provecho humano”, la esclavitud plácida del bienestar más allá de la(lo) moral, la ideología del sol, la “experiencia mediterránea etílica e insolada, cementosa y obscena”, la obra y la lechuga, la masilla y el jamón, el brócoli plastificado y las bandejas de poliestireno en dosis individuales. 

Y hay responsables, claro que hay responsables, muchos por cada ley incumplida, muchos por cada ley con fisuras, muchos por cada apuesta gubernamental por expoliar el territorio en lo agrario, en lo urbanístico, por amparar prácticas ilegales de desalación de acuíferos, de regadío intensivo… Y también hay mafias urbanísticas, tejemanejes de lobbies varios (“paraíso de chanchullos y corruptelas”), casos de corrupción (Caso Topillo) mientras “los seres acuáticos se ahogan de pena y de podredumbre”. Y junto a los responsables, los héroes. Los héroes de la “justicia ecológica”, los que no se arredran ante los (sus) enemigos (“la palabra enemigo es sobrecogedora”) que les queman casas para declarar una guerra previamente ya declarada, los enemigos que gritan eslóganes como “La conciencia ecológica es un desquiciamiento colectivo” (sic) o “Veremos al Mar Menor hacer la declaración de la renta” (sic). Los héroes que plantan cara a la corrupción y al sarcasmo, a la ridiculización y a la burocracia. Los de las ILPs, las manifestaciones y las casi performances para agitar una vez y otra y otra y otra y otra más las conciencias dormidas: “¿Qué significa decir que toda vida debe ser respetada? Significa comprender que los ambientes son cuerpos, cuerpos frágiles y vivos, y que en su interior las especies y los paisajes configuran una urdimbre de seres entrelazados que se usan y se cuidan, que se comen y se matan, que se aniquilan sin daño en flujos de amor y muerte.” 

Y Méndez pone el cuerpo para sentir el lodo, su lodo, su murcianismo reinventado, y desde su voz y en su voz la anoxia de los peces es la opresión del ahorcado, y desde su piel y en su piel las heridas de la tierra son cicatrices como estigmas, y desde su escritura y en su escritura las palabras son gritos de desolación y rabia, y  desde su desarraigo y en su desarraigo el expolio es la huella de un fantasma en las entrañas, y desde su emocionalidad y en su emocionalidad el agradecimiento a los valientes, a los que se plantan, a los que reivindican, el reconocimiento casi icónico a la bañista que cayó con su cadera hecha añicos y que enterró su rostro en el fango negro del Mar Menor. 

Lodo es un exilio genético, un destierro ahora benigno tras eclosionar en este libro de la mano de la literatura. Lodo es el retrato de la fragilidad y la vulnerabilidad en el mar (“un mar de cristal que se quiebra, las astillas que se clavan en las carnes y las almas”), en la tierra y (seguro) en el aire. Lodo es la herida palpitante de Méndez, su cuerpo-identidad en el agua, sus pies en el barro y en “la arena yunque ardiendo”, escuchando el gemir agónico de la laguna, “el grito fiero que prende en el liquen y en las rocas, que quema y arde en la piel y en las escamas”.  

Si hay una voluntad en Lodo es la de que nuestros cuerpos sientan-sufran-soporten-padezcan esta historia real y permanente (“los cuerpos cuentan su historia. Y luego estamos nosotras, que callamos y escuchamos atentas”), que nos rebelemos y los defendamos, que olvidemos el individualismo (mi-cuerpo-mi-casa) para comprender que la anoxia de los peces nos alcanzará a todas, que el ahogo sistémico al que las políticas del libre mercado supremacista, antropófago y salvaje nos abocan es el primer y largo paso para un dormirnos y, ¡oh, sorpresa!, despertar en una distopía. Vivimos una hace poco con la pandemia, ¿quién dice que no podemos vivir otra? 

Coda: Afinidades electivas: la novela Anoxia de Miguel Ángel Hernández (Anagrama, 2023), el documental El año del descubrimiento (Luís López Carrasco, 2020) y las series de fotoperiodismo de Sebastião Salgado.


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