Alfred y Ginebra, de James Schuyler (Pre-Textos) Traducción de Mario Jurado | por Juan Jiménez García

James Schuyler | Alfred y Ginebra

La infancia es caminar sobre el hielo. Andar sobre esa capa quebradiza, escapar a la caída de las ramas y los árboles, vencidos por el peso, saltar sobre ese mismo hielo, con una inconsciencia que nunca más recuperaremos. En la infancia, el pasado son anécdotas, el presente es un tiempo continuo y el futuro un juego, el juego de las adivinanzas. Ser niño es no solo caminar sobre ese hielo, sino también serlo. Ser hielo, una fina capa quebradiza sobre la que pasan los demás y que devuelve nuestro reflejo deformado, más justo. Tal vez, por toda su abstracción, por toda su indefinición, por todo eso que contiene de volátil, de aéreo, de abierto a las corrientes de aire de la vida y del mundo, en definitiva, tal vez por toda esa libertad (pero libertad cierta, verdadera), la infancia solo puede ser escrita por los poetas. James Schuyler lo era, pero pienso también en Paisaje en la niebla, de Theo Angelopoulos, con la que comparte el desconcierto. Uno se acerca a estas vidas de niños, de niños sin edad (porque nos dicen unos años, pero nos parecen otros, por desconfianza), de niños que se construyen en ese presente continuo, que se instalan en los huecos, siempre demasiado pequeños, que les dejan los adultos. Nos quedamos perplejos pensando en el libro como una sucesión de diálogos infantiles sobre preocupaciones infantiles, sobre la banalidad de la vida, sobre las cosas de los adultos y esas grandes o pequeñas tragedias que agitan la liviandad de sus cuerpos. Sin embargo, ¿no es esto, de nuevo, nuestra ridícula visión de un mundo en el que hemos renunciado a aquellos años? 

En Alfred y Ginebra, lo trágico es un pequeño incendio o la posibilidad, incierta, muy incierta, de una separación. Sus pequeñas relaciones sociales, sus juegos de mayores, su renuncia a ser considerados pequeños sin pretender ser grandes. Sus sueños artísticos de futuro (porque un niño nunca quiere ser un empleado o un obrero, eso viene luego y no es más que otra derrota, otra traición) o sus miedos. Sus pequeñas victorias y sus grandes derrotas. También una capacidad que más adelante perderemos, como si fuera una temprana piel que hay que mudar: la capacidad de olvidar, de perdonar. El mundo es aún un lugar capaz de sorprendernos, porque todo está por ser inventado, por ser encontrado, por ser experimentado, por ser nombrado. Nada existe y, cuando existe, es por primera vez. Con un padre lejano, una madre menos lejana, un nuevo pueblo, una nueva casa, la abuela, el tío, los nuevos amigos, el tiempo suspendido de las vacaciones, la espera, todo respira por y para ellos. 

James Schuyler solo habla a través de ellos. A través de sus conversaciones, a través del diario de Ginebra. Los adultos existen en la medida que existen en sus vidas. Unas figuras tutelares, como los dioses que premian o castigan y han construido el mundo que habitan, pero, después de todo, ajenos a ese descubrimiento continuo, plagado de pérdidas y encuentros, de victorias y derrotas, que son los primeros años, barcos borrachos llevados por el mar. Sabemos de la existencia de los mayores en la medida que nos son contados por esos niños. Ese es el primer logro y una de las apuestas fuertes del poeta. La otra, es jugar con el lenguaje. Intentar atrapar sin caer en el vacío y los lugares comunes, el lenguaje de los niños. El lenguaje como elemento constitutivo y constructor de la infancia. También el poeta camina sobre el hielo. Comparte los peligros y los asombros de la infancia, crea el mundo como este es creado desde ella. Es preciso en sus imprecisiones y la obra, como la vida, es una sucesión de iluminaciones. Contaba Cioran que, cuando tenía diez años, abandonó con su padre el pueblo en el que había nacido, Rasinari. Y mientras el coche de caballos se alejaba, él lloraba, lloraba todo el tiempo, porque tenía el presentimiento de que el paraíso había acabado. 


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