Aquellas que no deben morir, de Las Huecas (La mutant)  | por Óscar Brox

Dos fantasmas caminan a pasos cortos por un escenario prácticamente vacío. Poco a poco un ruido de fondo nos pone en situación. Es una música que suena a distorsión, pero que al mismo tiempo crea algo parecido a un ambiente. Se te mete dentro del cuerpo. Y a esos dos fantasmas se les suman otro par. Deambulan, sin más; nos observan, quizá. Nos dejan observarlos, eso también. Hasta que unos ganchos recogen las sábanas con sus dos agujeritos y aparecen las chicas de Las Huecas para arrancar con su obra. El momento tiene algo de ritual, también de representación de esa espera una vez has muerto y no sabes adónde ir. Solo observas y, quién sabe, haces preguntas que nadie más va a escuchar. 

Aquellas que no deben morir es una exploración de algunas cuestiones delicadas alrededor de la muerte. La palabra está elegida a conciencia, en tanto que Las Huecas parecen más decididas a explorar desde las herramientas escénicas que a poner en escena algo sólido, concreto y dramático. Es, por tanto, una pieza que se reparte en fragmentos. Está esa especie de danza fantasmal del inicio, un largo segmento en el que se nos explican las peculiaridades de la tanatopraxia, un aquelarre furioso de cuerpos, un entierro y una vindicación de la soberanía sobre la muerte propia. Todo puede conectarse, pero por algún motivo suena mejor si lo vemos en forma de pequeñas piezas. De ideas o apuntes. De un teatro que a ratos podría ser performance y a ratos, también, documental. 

La parte dedicada al maquillaje de los difuntos es, más que pedagógica, una rara carta de amor interpretada por Núria Isern. En primer lugar, al trabajo, porque otorga voz a un colectivo poco visible. Y, asimismo, a esas personas que están a punto de dejar de estar. En tránsito. La comicidad, también la ironía de la escena, es más fruto de la inquietud que del humor; de la naturalidad con la que los tips de maquillaje se alinean con esos que, más que nunca, ya son cuerpos. Fluidos, secreciones, órganos, ritmos internos. Hay ternura en los gestos, una cercanía que nos desinhibe. Una familiaridad. 

Algo parecido a una danza ritual abarca una de las partes centrales de la pieza. Las Huecas bailan desnudas con algo así como sus avatares. El ritmo es febril, la danza nada ortodoxa. Los cuerpos vibran, se retuercen, invaden el escenario y se entremezclan con esos avatares que a ratos vuelan por los aires y en otros bailan pegados. La cosa parece un ensayo para la despedida. La carne se separa del espíritu. Desaparece para siempre. Lo justo es que antes de que eso suceda le invada la euforia, las últimas ganas de vivir, la adrenalina disparada sobre el escenario. Nos dejamos llevar por esa energía. La sentimos. También el pulso de la música electrónica y las sombras que se proyectan sobre el lateral del escenario. Podría ser un baile alrededor de la hoguera o un conjuro para permanecer, de alguna manera, en ese preciso lugar de la memoria. Lo hermoso es verlas cómo se agitan, cómo nos zarandean hasta el cansancio, dejándose llevar hasta que los avatares van por una parte y ellas por otro. Hay algo alegre, casi tierno, en todo ello. En la convicción con la que lo ejecutan. 

Quizá por todo eso, la última escena puede parecer una obra en sí misma: un entierro, elaborado con cierta meticulosidad, acompañado de la presencia de Júlia S. Cid, una activista por la soberanía sobre la muerte que denuncia unos cuantos datos sobre la industria de las pompas fúnebres. Se trata, pues, de hablar del morir desde diferentes prismas. El humano, el metafísico, lo político, lo económico o, incluso, lo mitológico. Tal vez, Las Huecas estén más cerca de Homero, de la poesía, porque en sus maneras se percibe esa forma de mirar a las cosas como si trabajasen con vestigios. Con todo aquello que ayer era vida y hoy parece remontarse a un pasado lejanísimo. Y que ellas ponen en escena con energía, con cierta gracia y, sobre todo, curiosidad y un punto de ironía. No en vano, su obra podría ser una observación política sobre los múltiples elementos que entraña la muerte. Como si llevasen a cabo un inventario sobre el escenario, pero también una crítica y una elegía. 

Yo, es inevitable, pienso en la muerte de mi padre. En su cuerpo, en toda esa vida que dejó cuando lo arrancaron de la cama, en lo diminuto que era antes de desaparecer embolsado por los operarios de la funeraria y en el tacto extraño tras pasar por el maquillaje. Por qué observar todo ello. Era mi forma de acompañarlo en todo momento, de arañar imágenes, instantes, sensaciones antes de que ya solo pudiese hacerlo con la memoria. Casi renuncio a entenderlo, pero siento que hay una humanidad extrema en esos últimos momentos. Algo primario, que se está perdiendo a cada poco que vuelves a mirar. No lo puedes atrapar, ni siquiera sabes cómo hacerlo, pero lo vives con una intensidad brutal. Y por mucho silencio que haya podrías escuchar esa misma música ambiental perforándote el pecho, pulsando tus articulaciones y haciéndote temblar de tal forma que piensas que la carne se te va a separar de los huesos. Es un momento de cercanía extrema, si no total. Y, por tanto, de amor extremo. También total. 

Algunas de estas cosas circulaban por mi cabeza durante la función. Tal vez haya aspectos que no me convenzan del todo -creo que ese arranque fantasmal se dilata en exceso, te cuesta entrar en la obra, y hay cierta indefinición, por su naturaleza fragmentaria, que le resta potencia dramática al conjunto-, pero es bonito contemplar la franqueza con la que Las Huecas ponen en escena ese inventario de cosas alrededor de la muerte. La energía. Esa otra sensibilidad para hablar de tantos y tantos fantasmas de nuestras vidas. Viéndolas, uno siente euforia y quizá también ternura por su forma de jugar con lugares, situaciones, cuerpos, espíritus, trabajos y danzas. Y siente un poco de esa vida que se está escapando y que nunca hay manera ni de agarrar ni de saber adónde va. Porque desaparece o se convierte en un misterio. Y qué bonita esa forma final de ponerlo en escena, dejándonos observar como si se tratase de una fantasía autorrealizada. Ahí donde, en definitiva, acaba todo. 


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