Ensayismo, de Brian Dillon (Anagrama) Traducción de Inmaculada C. Pérez Parra | por Óscar Brox
Hace menos de un año, Anagrama publicaba Imaginemos una frase. Para el lector en castellano, se trataba de una puerta de entrada a la obra ensayística del irlandés Brian Dillon y, al mismo tiempo, de una puesta al día de las preocupaciones de la crítica anglosajona en torno al concepto de ensayo. Su vigencia, su solidez y, sobre todo, su actualidad. Así, Dillon servía, a partir de frases más o menos significativas, un arsenal de retratos, comentarios, intuiciones e ideas a propósito de autores que iban de Shakespeare a Anne Boyer. El objetivo: desmenuzar los estilos, mostrar la perspicacia, los arabescos de la escritura -si más no la escritura misma- y los usos de la literatura en ese canon particular. Roland Barthes radiografiado a través de sus textos sobre gastronomía japonesa, Joan Didion vista desde su trabajo como redactora de pies de foto para Vogue o Fleur Jaeggy imaginada como retratista de aquellas vidas conjeturales que imaginó a partir de autores como Thomas De Quincey o Marcel Schwob. La lista de textos es memorable.
Lo que puso de manifiesto aquel libro, en todo caso, es que el ensayismo anglo continúa siendo un territorio fértil. Da lo mismo si se trata de Kate Briggs hablando de asuntos de traducción, de Maggie Nelson hibridando fragmentos de un discurso amoroso y meditación sobre la creación artística, o William H. Gass haciendo lo propio con el poder de la metáfora y la filosofía del lenguaje. El caso es que uno llega a sus libros e, inmediatamente, siente esa sacudida. Esa invitación a pensar fuera del terreno tradicional. O, simplemente, a pensar en el ensayo como forma -sin necesidad de adscribirse a las tesis de Theodor W. Adorno.
Ensayismo, el segundo libro que aparece publicado de Dillon, es en realidad una obra anterior. Podría ser, a su manera, el borrador de Imaginemos una frase, en tanto que en él se citan algunas de las obsesiones de Dillon: Sir Thomas Browne, Barthes, Sontag, Didion… La diferencia, diría, se encuentra en el tono. Aquí la forma es deliberadamente confesional, entreverada con apuntes biográficos que salpican algunas de las lecturas de Dillon. O, si acaso, que aportan matices relevantes a esas lecturas. Y es cierto que el lector entra, de buenas a primeras, en un texto más disperso, casi tentacular. Aquí el orden responde a intentar averiguar lo que puede ser, o dar de sí, un ensayo. Una primera clave: el ensayo entendido como actitud hacia la forma.
Dillon es un autor encantado con los detalles; incluso, los más insignificantes. Le gustan las repeticiones, la puntuación caprichosa de algunos escritores o el misterio, o no, detrás del uso de las cursivas. Desmenuza, descompone lo nimio para encontrar ahí el relámpago del estilo -véase su comentario sobre Maeve Brennan y el brócoli. Más que analizar, casi acaricia textos tan extraordinarios como el relato de Billie Holiday escrito por Elizabeth Hardwick. No tiene empacho en saltar a través de cánones y ofrecer alternativas más juguetonas -Deleuze entendido como animal metafórico- y reivindicar a figuras marginales como aquellos críticos de la revista New Musical Express. Y si no me creen, busquen el enorme retrato musical que escribió Ian Penman a propósito de Charlie Parker.
Para Dillon el ensayo es consuelo, confesión, curiosidad, imaginación o misterio, según de qué autor esté hablando. Si se trata de los diarios de Sontag, por ejemplo, algo de brillo y también de conmiseración por una figura cultural más cercana a Warhol que a un teórico del Arte. Si se trata de Perec, alguien que muestra cómo hasta el último intento de inventariar la realidad, de observarla pacientemente, queda indefectiblemente marcado por esa tentación de la ficción cuando comenzamos a escribir. El texto, por cierto, es maravilloso. Igual que lo es su comentario sobre Gass, de quien alaba no solo su gusto por las listas, sino también su preocupación por indagar en el brillo del que todavía es capaz el lenguaje. Véase su extraordinario ensayo sobre lo azul.
Dillon exprime todo el material a su disposición, no tanto para exhibir su músculo de erudito, sino más bien para exponer las vías de tránsito de un ¿género? en permanente transformación: el ensayo. Pero, entonces, ¿qué es este libro? Diría que una forma híbrida, un contenedor de ideas, esbozos, afirmaciones, retratos, comentarios, sugerencias lectoras e, incluso, apuntes. Una manera de rastrear las huellas del ensayismo sin pretender responder de forma purista a su actualidad. Basta con enseñar a todos esos autores, de Virginia Woolf a Cyril Connolly, que lo han cogido del pescuezo, retorcido en sus páginas y doblegado hasta construir algo con palabras. Un texto, claro. Una confesión, un artículo destinado a perderse en las páginas de una publicación generalista, una demostración de ego descontrolado o un momento álgido en la trayectoria de una tradición filosófica. Vistos a través de la escritura de Brian Dillon parecen (si cabe) mejores. Con ese brillo y esa perspicacia con la que llevan a cabo sus ensayos, sus pruebas. Que, en este caso particular, es como decir sus vidas. Una y otra cosa, en Dillon, van de la mano.