Gozo, de Azahara Alonso (Siruela) | por Gema Monlleó

Azahara Alonso | Gozo

gozo 

Del lat. gaudium. 

  1. m. Sentimiento de complacencia en la posesión, recuerdo o esperanza de bienes o cosas apetecibles.
  2. m. Alegría del ánimo.
  3. m. Llamarada que levanta la leña menuda y seca cuando se quema.
  4. m. pl. T. lit. Composición poética en loor de la Virgen o de los santos, dividida en coplas, después de cada una de las cuales se repite un mismo estribillo.

Diccionario de la Real Academia Española 

“Gozo es una novela entre comillas, o con comillas, porque aglutina demasiadas cosas. He intentado en ella lo inevitable: no renunciar a esos otros caminos que me han traído hasta aquí”. Estas palabras de la autora Azahara Alonso (Oviedo, 1988) definen la indefinición palpable de la etiqueta para su primera (¿)novela(?) a la que yo denominaría (si la indefinible etiqueta es necesaria) obra en prosa. Y teniendo en cuenta que Alonso es (¿sobre todo?) poeta, en algunos pasajes (si la etiqueta indefinible sigue siendo imprescindible) apostillaría: obra en prosa poética. 

La (gozosa) polisemia del título deviene mágica cuando además de contenido es continente. Gozo es también el nombre de una isla del archipiélago de Malta (Gozo: en maltés, Għawdex pronunciado gau-desh) en la que la autora vivió por espacio de un año en un buscado paréntesis sabático. Un paréntesis laboral, un paréntesis de ritmo, un paréntesis de entorno, un paréntesis en el que los únicos anclajes con su realidad anterior y posterior son J. (su pareja) y la lectura- escritura. 

Gozo es un cuaderno. Gozo es una miscelánea. Gozo es un atlas de lecturas. Gozo es un diario existencial y social. Gozo es una crónica cuasi periodística. Gozo es, desde su forma fragmentaria, una tela de araña de pensamientos que van, vienen, vuelven, regresan y que son reflejo de una realidad contemporánea: precariedad laboral, productividad vs autenticidad, globalización turística vs placer por el viaje, interacción frenética vs desconexión internauta… 

Alonso, una vez instalada en la isla, consciente de la provisionalidad buscada (frente a la de  otros momentos en los que esta es impuesta por las condiciones laborales, inmobiliarias, económicas), se acomoda en un cierto hedonismo vital desde el que goza con sus lecturas (Barthes, Perec, Sontag, Handke, Séneca, Russell, Dickinson -¿hay un paralelismo entre las insularidades de ambas, Emily en su casa de Amherst y Alonso en Gozo?-, Ernaux, Maillard, Benjamin, Ashbery…) y desde el que dialoga con estos y otros autores en una suerte de idílicas conversaciones invisibles de las que somos testigo por el resultado escrito “a la manera de”. 

Alonso, “lectora y contadora de nubes”, con “síndrome de isla en plena meseta”, viaja a la isla una vez terminados sus estudios y ejerciendo una dimisión laboral momentánea que emula las de Rousseau, Puskin, Thoreau o Mallarmé. La escapada a Gozo, en cuya decisión tiene un peso fundamental el bello nombre, es vivida como “un paréntesis de tierra firme”, una reconquista de la infancia (“en ella aprendí a tener apetencias no domesticadas, a cultivar el capricho de invertir un día completo en cosas inútiles”), la inusual posibilidad de disponer a tiempo completo de una misma. 

Pese a ello, la apuesta por la improductividad le provoca a Alonso “la culpa corrosiva del vacío” y opta por acompasar el ritmo con trabajos de pocas horas que sigan permitiéndole disfrutar de su temporada-slow-insular (“mi vocación es comprar tiempo con dinero”). Salirse de la corriente laboral del neoliberalismo, encontrar un espacio gozoso para la reflexión-flaneurista (como contraposición a la reflexión-sesuda), enmarcar lecturas y análisis. El tiempo ”desnutrido”, la vivencia ralentizada, el acento en la atención, se transforma en pequeñas preguntas que, en el fragor de un día “normal”, no podrían contestarse (¿a qué se debe el silencio entre los repiques de una campana?, “si una campana se mueve y nadie está cerca para oírla, ¿emite algún sonido?”). La lectura del Derecho a la pereza de Paul Lafargue es un mantra que va repitiéndose, casi litúrgicamente, a lo largo del libro al igual que las Recetas contra la prisa de Carmen Martín Gaite (¿por qué al tiempo de pensar le llamamos perder el tiempo?). Hay en esos textos, en la vivencia de Alonso, en la casi utopía de la calma (la calma en una isla, contraviniendo el poema de John Donne que reza “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo”), el disfrute (gozo) de vivir en una espera sin finalidad, en “una burbuja del tiempo suspendido”. Hola, mundo del siglo XXI, ¿puede haber algo más anarquista? 

La posesión, el arrastrar maletas, el acumular inconsciente, el tener sin un fin, es otra de las “leyes” de las que Alonso y J. se desprenden en la isla. Ellos, sin la imposición de la(s) pérdida(s) de Vernon Subutex (el personaje de Virginie Despentes) se responden a una pregunta recurrente “¿Qué nos pertenece?” y la respuesta es “lo que podemos acarrear”. Se mudan varias veces durante el año en la isla y encuentran también la calma, el anti estrés de la posesión, en las habitaciones vacías, las paredes blancas, los lugares sin “finalidad”.  

Gozo (“hay una epifanía en las islas que todavía se alcanzan únicamente por mar”), más allá de su nombre, se convierte para Alonso (y J.) en un “país edénico”, en el que el turismo es conocimiento y no tránsito. Las fotografías son el anti-checklist de lo visitado, no buscan recordar un sitio sino “estar en él indefinidamente, fundiendo tiempo y espacio” y huyen de los tópicos de la visita “obligada” a la fábrica de Play-Mobil o la Popeye’s Village para recrear otros lugares míticos: las iglesias y capillas (más de trescientas), los frutos de la huerta (“comerse” un lugar), la bolsa de tela que Frances tejió para ellos… 

Gozo es también una reflexión sobre la escritura, la propia y la de los otros (“la literatura no permite andar, pero permite respirar”, Roland Barthes), el reconocimiento del lujo que representa el “tiempo para crear” desligado de la necesidad económica que cubra la base de la pirámide de Maslow. Autoficción y recreo, libro de viajes y contemplación por vía literaria, piezas de un puzzle fragmentario a modo de archipiélago. Alonso cincela en su propia roca caliza los mandamientos de su creación artística: “Leo y leo y leo… Leo y hago crecer mi cabeza con ello” y se niega a despedirse de una isla que fue no sólo espacio sino también tiempo: “Dicen que al terminar una novela se abandona un mundo inventado. Yo abandoné una isla y trato de volver a ella, a la de entonces, poniéndola por escrito. Ese es mi trabajo (…) De profesión, me digo: isleña”. 

Gozo, al igual que Yeguas exhaustas (Bibiana Collado), Las voces de Adriana (Elvira Navarro), Las herederas (Aixa de la Cruz), Clavícula o Parte de mí (Marta Sanz), Existiríamos el mar (Belén Gopegui)…, se enmarca, desde su inherente lenguaje poético, en la corriente de las novelas sociales, novela-de-mujer-frente-al-capitalismo, novela-cuestionamiento, que convierte el auto-espejo en retrovisor lila de toda una (su) generación. La apuesta por la observación dinámica desactiva la tentación del año de reposo y contemplación moshfeghista o del perequiano hombre que duerme sin restar por ello un cierto y encantador oblómovismo. 

¿Existe manera más hermosa de medir el tiempo que por el vaivén de la luz de un faro? ¿Existe un lugar arquetípico mejor que un faro en un cerro a la merced del viento, el abandono, y “con las paredes desconchadas y una triste majestuosidad”? Yo, que como Alonso ”también quise (quiero) ser farera” (“me gusta la luz, el mar, la arquitectura sencilla, el pasado, ser útil de un modo peculiar, lo solemne y también sentir un poco de miedo por las noches”), respondo inmediatamente que no. Busco las coordenadas de Il-Fanal ta´ Gordan en Gozo y sueño con “insularizarme” al ritmo de unas lentes de fresnel. Gozo es la anti-utopía porque es posibilidad. Gracias, Azahara Alonso, nos vemos en la isla.


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