Rasguño, de Rebecca Watson (Barrett) Traducción de Elia Maqueda | por Óscar Brox
Uno de las preocupaciones de la novela contemporánea radica en la cuestión de si hace falta cambiar determinados aspectos (formales, narrativos, morales, incluso emocionales) para dar cuenta de las interioridades, de la intimidad y la identidad de cada uno en un mundo definitivamente aplastado por la apisonadora del turbocapitalismo. Conquistado por los fantasmas de un presente que se debate entre el hastío y la euforia por compartir hasta el último detalle de nuestra rutina. Al fin y al cabo, disponemos de tantos canales, de tantas herramientas, que podemos transformar esa lenta agonía en mensajes de voz, reels, contenido compartido y tantos y tantos formatos de duración efímera que llenen nuestro tiempo a costa de recordarnos su insignificancia. O, mejor dicho, de recordarnos que, pese a todo ese arsenal de medios de expresión, la palabra se vuelve casi impotente para plasmar la profundidad de nuestro desánimo.
Rasguño posee ciertos rasgos comunes con algunas obras recientes. Pienso, por ejemplo, en esa escritura en forma de pentagrama que la dramaturga francesa Pauline Peyrade usó para su Puños. O en la intimidad lacerante con la que otra dramaturga, Anna Jordan, explica la sexualidad femenina y las violencias a las que se ve sometida en Freak. Podrían salir, también, los nombres de Lucy Ellmann, Jen Craig o Sheila Heti, y todas ellas vendrían a señalar lo mismo: la necesidad de dar con otra forma, o de experimentar con ella, para poder retomar la tarea de escribir sobre uno mismo. Rebecca Watson concibe su novela sin, tal vez, la presión de estar escribiendo una novela. De hecho, lo suyo podría ser un texto dramático, una catarata de mensajes en la pantalla del móvil o un colapso de líneas que componen y descomponen 24 horas en la vida de una mujer.
Watson, más que narrar, diría que describe. O define. Captura el tedio, la euforia o el vacío de su protagonista. El entorno opresivo de la oficina y la acumulación de trabajo. Pero, por encima de todo ello, la ansiedad con la que esa voz cruza y zigzaguea por las páginas para, más allá de ese estado de ánimo compartido con la sociedad, detallar la irrupción silenciosa de una herida mayor: la violencia, la violación, ese abuso que serpentea buena parte de los minutos que abarcan Rasguño y que su autora canaliza de unas cuantas maneras. La primera, la más obvia, como un rascón en la corva producto del estado de ansiedad que le provoca la situación; la segunda, un poco menos, como el eterno compás de espera mirando de reojo su móvil en busca de algún mensaje del novio; la tercera, la más literal, como ese magma de palabras, expresiones, salpicaduras sobre la página, que intentan reconstruir la violencia sufrida a manos de su jefe. Rascaduras, casi, sobre ese establishment laboral que disfruta de cierta impunidad pese a la transparencia y la fiscalización de sus acciones.
Con Rasguño sucede que es la clase de libro difícil de cerrar, que te obliga casi a leer frenéticamente las líneas y columnas que surcan sus páginas, a veces pensando si conviene hacerlo de izquierda a derecha o de arriba abajo, con la sensación de que, a medida que entras en el flujo de conciencia de su protagonista, vives con más violencia esa colisión de pensamientos, angustias y anhelos que estallan silenciosamente sobre la hoja. Que no epatan, sino que se limitan a transcurrir, conscientes de que el lunes todo volverá a ser igual. Sin cómplices ni demasiadas certezas, más allá de ese vacío en lo más profundo de cada uno que impide verbalizar sus heridas abiertas. Y ese es un aspecto que a Watson se le da especialmente bien; el de movernos entre el tedio y, diría, el miedo a algo que no es la soledad. Que es otra cosa. La indefensión, la subordinación, esa sensación de que, incluso siendo ella misma la narradora de su tragedia hay alguna clase de fuerza exterior, de violencia desconocida, que le impide alcanzar el fondo de todo su dolor. Puede que sea la sociedad, el orden moral basado en tantos sistemas educativos fallidos o un terror paralizante que consigue apuntar con el dedo pero no dar con hasta el último matiz para explicar lo que sucede por ahí dentro.
Lo sorprendente de este, casi, libro-objeto de Rebecca Watson no es solo que funcione desde diferentes registros/voces, sino que sepa cómo capturar el aire de su tiempo sin miedo a caer en ese vacío que acompaña a tantos experimentos formales. Pongamos esto último en paréntesis, por cierto. Lo justo es decir que Rasguño supone otro peldaño más con el que la literatura actual nos invita a tomar en consideración la necesidad de buscar nuevas formas, otras expresiones, para dar cuenta de esa intimidad moral, de esa interioridad sexual, que está aquí, en nosotros, de la que somos partícipes, cómplices u observadores, y que, en cierto modo, exige una nueva palabra. Un nuevo esfuerzo. Aunque sea para seguir hablando de lo mismo. Del tedio, el hastío, la euforia o el terror. De la violencia, la violación o la incomprensión de la sexualidad femenina. De la toxicidad inherente a los ambientes laborales o de la compleja relación con el amor en un tiempo con los frenos rotos y las emociones aceleradas. Y todo ello, en este colapso casi confesional de líneas, párrafos, mensajes y minutos que nunca deja de apelar a lo básico: la complicidad a la hora de dar con esa palabra justa para expresar tanto dolor.