Autobiografía con objetos, de Fernanda García Lao (Kriller71) | por Gema Monlleó
“Estoy de pie frente al espejo, mirándome sin apuro, con esa mirada que sucede a último momento, aunque todo esté en su sitio y ya no quede tiempo para introducir un cambio o comenzar de nuevo”
Norah Lange, Antes que mueran
Termino esta Autobiografía con objetos de Fernanda García Lao (Mendoza, Argentina, 1966) con la sensación de haberme colado en su pasado a pequeñas dosis, de ser testigo de episodios mínimos que con el tiempo han alcanzado el estatus de recuerdos-destello, pedazos de vida que conforman un puzzle para el que (creo) todavía no tenemos todas las piezas. ¿O quizás el juego que nos propone la autora es que adivinemos el dibujo sin necesitarlas?
Esta (auto)biografía está hecha de distancias, de mudanzas, de traslados, de ahí la organización del (¿)poemario(?) en tres bloques: Inventario Mendoza, Inventario León-Madrid-París y Inventario Mendoza-Buenos Aires. Estancias que corresponden a tres momentos vitales no sólo por la edad (infancia, juventud primera, juventud-adultez) sino también por el motivo de los traslados: exilio y retorno al país de origen tras la muerte del padre. Libro de ambivalencias, libro de múltiples itinerarios de lectura, libro de persona-personaje que habla al lector (escrito en segunda persona) cuando se relata a sí misma.
La vida contada de otro modo permite autonarrarse desde la elección de los momentos-objetos y categorizarlos más allá del anecdotario personal (“Caja musical con patas de vidrio. No es tanto para escuchar a Chopin como para tocar el terciopelo de su interior. Retirás la tapa y descubrís el mecanismo concentrado, el ojo diminuto de ese cuerpo: un cronómetro que atrasa los giros del universo”). Los grandes espacios entre un poema y otro parecen invitar al lector a desplazarse por sus propios recuerdos, a rememorar objetos similares, a evadirse de su presente mirando atrás sin convertirse en estatua de sal.
García Lao escribe esta su Autobiografía con objetos en verso-prosa mientras que sus novelas anteriores (Nación vacuna, Sulfuro, ambas en Candaya) contienen tanta musicalidad y lirismo que al leerlas suenan como un gran poema-río. ¿Juega con nosotros la autora? ¿Esta constante por descolocarnos es el reflejo de su propio estar en el mundo? ¿O tal vez es una llamada de atención ante la aceptación sumisa de lo que nos es dado? La lectura de sus obras siempre me provoca preguntas, ¡qué placer!
Alejandro Zambra nos habla en el prólogo de la “rebeldía hermosa y necesaria que late en cada página de este libro”. Cada objeto apuntala este argumento, desde los propios de la infancia (“Andador que no avanza. (…) Aprendés mal a caminar: sos un desequilibrio que termina en el suelo” “Pierna de yeso. Forma fosilizada de vendas que han perdido la soltura (…). Cuando nadie te observa, guardás el molde seco en el ropero. Tardan en darse cuenta. Luego tu pierna crece, la falsa no”) hasta el dejar atrás ser hija-de para ser madre-de (“Cuna transparente. (…) La bebé es blanquísima y está rapada. ¿Le perforamos las orejas? No. Que nadie lastime a la recién llegada. Y cómo van a saber si es nena. Por eso mismo.”). Indocilidad en los recuerdos plasmados: receptabilidad y empatía en los ojos del lector. Sonrisa y espejo: “tu aspecto es un llamado de atención. Un cartel encendido que dice no te acerques, muerdo”. Mordida por las palabras, contagio vampírico only-lovers-left-alive, plasticidad roja.
Inventario de la-fuera-de-lugar (“Inodoro a la manera de bufete. Cenar sola en el baño te gusta, aunque la comida se enfríe y estés castigada. Hablas bajito para no alertar a los otros. Las ideas deben pronunciarse para que existan. En la cabeza se pierden. El baño se transforma en tu departamento de soltera. Reubicar el mobiliario mental sin moverse” “Vació a punto. Retornada sin querer a la geografía primera”), inventario de lugares y deslugares (“Parte de pago. (…) La casa fue vendida. Extranjería sin abandonar la ciudad. La frase del padre antes del exilio: dejemos las toallas en el toallero. La selección de lo que viaja, el apuro), inventario de pérdidas (“Lo que se queda. El club, la escuela normal, la montaña, las estrellas. El pesebre, un par de copas. Tu tía y tu abuela”), inventario de desconciertos (“Puerta principal acolchada verde. Un departamento similar a un loquero, la puerta acolchada por dentro. El living solitario junto a la entrada. Un pasillo que avanza desnudo en línea recta y gira noventa grados en busca del resto. Todo carece de sentido y de muebles propios, acá”), inventario de descenso social (“Botas soviéticas que te compra tu papá. Te observás en el espejo de la zapatería y no te gusta. La ausencia de plasticidad del cuero barato (…) Sos un soldadito que camina raro, que se lastima mientras avanza. Pero no llora”), inventario de estrategias (“Sáenz de Baranda, bulevar filipino. (…) Tu boca descarta la memoria como método de supervivencia”), inventario de dignidades (“Reloj barato como señal. Que lo devuelvas, dice tu padre. Ningún hombre regala si no espera algo a cambio. Pero tu novio no es un hombre. Tiene dicisesis. Y el reloj no vale nada…”) y de muertes (“…Te ajustás el tiempo a la muñeca, desobedeciendo al padre, que muere a los pocos días. Te sacás el reloj. Dejás al novio. La tragedia se arrastra sin horario”), inventario existencial (“Dudas en cuanto a las categorías. Hoy lloraste por culpa de una fantasma. Era una cara borrosa y veloz. Se te venía encima. ¿Un fantasma es una cosa o un ser? Lo inmaterial se hace materia cuando se mueve. O cuando asusta. Lo escribiste en un cuaderno que se perdió. ¿Lo perdido, es?”), inventario de oc(k)upaciones (“Test en el baño. Mirás las líneas de color con incredulidad cósmica. (…) Lo soñaste ayer, hoy existe. Estás habitada por una persona”), inventario maternal (“Valija en la puerta. (…) La fantasma de la escalera te contempla cuando subís y bajás con tu nena al baño. Se asoma intrigada a ver quiénes se ríen en la madrugada, de qué. La risa, esa luz, nunca se apaga”). Inventario a fogonazos: el objeto sitúa, adhiere la cronología del instante, y García Lao dispara, se autoradiografía. Objeto vs sujeto, la verdad material al servicio de su cosmogonía poética.
Escribir para fijar, escribir para recrear un/el mundo (“Hoja en blanco nocturno. (…) Y vos, sentada en el suelo frente a la mesa ratona sostenes el lápiz como si fuera una jeringa”), escribir para conversar con el ayer (“Poemas en la Olivetti. Hay una mesa con tapa de vidrio y patas arrogantes. Sobre ella, la máquina de tu padre parece una boca abierta de dientes metálicos. (…) El dictado se produce a cualquier hora, tenés que correr y sentarte frente a la boca oscura de tu padre”), escribir como saco amniótico y cuarto propio (“Valija en la puerta. (…) Tu nueva locación es una buhardilla en el centro. La escritura detiene la noche, crecen tus papeles sobre la cama en el suelo”). Escribir: permitir ser visto y propiciar un vouyerismo bidireccional, como si nos dijese: para ti soy transparente, lector, pero yo ahora también estoy en tu casa.
En esta Autobiografía con objetos García Lao dialoga con otros libros de recuerdos (Je me souviens, Gerorges Perec y Me acuerdo, Joe Brainard), con otros libros de retratos (Autorretrato, Édouard Levé), con otros libros de objetos y gabinetes de curiosidades (El museo de la inocencia, Orhan Pahmuk, El gabinete de un aficionado, Georges Perec, Pequeño mundo ilustrado, María Negroni). Libros en los que el yo se desaprende, se explicita fuera de la norma y se resuelve desde la anarquía de ver lo no-obvio. El paraíso miltoniano de la autora se recupera desde las páginas de este (¿)poemario(?) que, pese a destilar cierto “nihilismo melancólico” (Fernanda dixit) y evidenciar que el no-lugar es el lugar, atrae gozosamente por el magnetismo de su escritura y por la musicalidad de fondo: las teclas de un pianito japonés.