Contad, hombres, vuestra historia, de Alberto Savinio (Acantilado) Traducción de José Ramón Monreal | por Juan Jiménez García
(Un prólogo romano) Y caminamos y caminamos hasta llegar a aquella larga calle. Y seguimos en dirección contraria. Comimos y seguimos caminando, siempre en dirección contraria. No había nada. Solo un sol abrasador que lo igualaba todo, que nos convertía en parte del paisaje. Asfalto, cielo, descomposición. Desandamos el camino, mirando con más detenimiento, y allí, tras una grúa, en lo alto de aquella larga, sí, y ahora empinada calle, estaba ese edificio que debió tener algo de futurista, y ahora solo era raro. Raro entre la normalidad de todo lo demás. Allí vivió Alberto Savinio.
Hay dos lugares propicios para la escritura de Alberto Savinio: las enciclopedias (e hizo la suya, esa Nueva enciclopedia, contra la insatisfacción que le provocaban las existentes) y las biografías (y ahí los libros podrían ir desde Maupassant y el otro, hasta su propia vida pasada por el tamiz de Nivasio Dolcemare, alter ego, hasta este Contad, hombres, vuestra historia). Lugares propicios para su escritura porque le permiten desplegar sin límites no solo su extraordinaria erudición, no solo su condición de diletante, sino también su afición por los desvíos y las notas a pie de página, esos desvíos que son tanto más interesantes que la línea recta, que será el camino más rápido para llegar a los sitios, pero rara vez el que nos gusta. Como a Savinio, nos atrae ir de rama en rama, zigzaguear, perdernos para encontrarnos (o no), recorrer los caminios. ¡Pero cómo nos atrevemos a compararnos con él! Alberto Savinio fue una anormalidad del siglo. Qué siglo… ¡Del curso de la historia! Tan raro a todo lo demás que aún está esperando su futuro, un futuro que no llegará nunca, porque no nos acercamos a él: nos alejamos. El presente le es ajeno como le era ajeno ya el suyo propio. Hay escritores que solo pertenecen a sus lectores y a nadie más.
Por Contad, hombres, vuestra historia, desfilan personajes conocidos en mayor o menor medida (desde Guillaume Apollinaire hasta Isadora Duncan, desde Estradivario a Verdi, o de Collodi a Nostradamus), pero esto son meras anécdotas, porque lo que desfila es el tiempo y la vida. Y escribir sobre un torero (Vida y muerte de Cayetano Bienvenida), que torear, lo que se dice torear, toreó bien poco (si es que lo hizo alguna vez), se convierte en un brutal retrato de ser pobre y pasar hambre. Un retrato que leemos con lágrimas en los ojos y no por la tristeza, sino por su demoledor sentido de la ironía, nunca recalcada, pero siempre presente. Porque Savinio es un campeón del humor. Traducirle debe ser, necesariamente, un infierno (un infierno placentero), porque su gusto por el lenguaje, por la palabra exacta, no está a la altura de cualquiera, pero también porque en su escritura los sentidos (en varias acepciones) se superponen y eso nos pide tiempo y atención, nunca paso apresurado, para recoger todo aquello que tiene que entregarnos, que es mucho. Su lectura es un acto hedonista, entregarnos a un placer sin falla, sin grietas, sin puntos de escape. Requiere toda nuestra atención, sí, y, a cambio, nos devuelve una historia personal de la humanidad y el pensamiento que no encontraremos en otro sitio, porque como la enciclopedia aquella, es un asunto personal.
Y así, si en Maupassant y el otro, estaba Maupassant y el otro pero también el aire de su tiempo, en estas otras biografías están todos los que son, pero a su vez todos los hombres, con sus debilidades, grandezas, bajezas y altezas. Y es que a Alberto Savinio le resulta interesante Collodi (pensando que Pinocho es una de las obras cumbres de la literatura), pero ¿y el portero de la casa donde vivió? Cierto. Y el nuevo dueño o los dueños anteriores. Las perspectivas se multiplican y seguimos el orden de una vida por seguir algo, pero los hilos se entretejen, los caminos se bifurcan, las direcciones se multiplican y la vida de uno es la suya y la de los otros que estuvieron, antes, durante y después, aún sin haber coincidido nunca. Savinio no era muy de servidumbres y va de acá para allá según le indican las musas y su voluntad, siempre abierta de par en par, tan aireada como no lo ha estado la de ningún escritor conocido y por conocer. Un espíritu libre que no solo comparte su libertad con nosotros, sino que nos hace sentirnos igualmente libres. Libres de ataduras y de las mediocridades de nuestro tiempo. Tanto.