Breve antología, de Jaroslav Seifert (Hiperión) Traducción de Clara Janés | por Juan Jiménez García
Seifert en el sueño. El largo sueño de la poesía checa, que atravesó el siglo anterior trabajosamente, entre estados de gracia y desgracia. Le dieron el Premio Nobel y dijeron que fue a su generación, y entonces parecía que su mérito principal era haber sobrevivido. Y eso se consideraba él, un superviviente. He sobrevivido a todos los poetas de mi generación… (…) ¿Cómo no sentir zozobra?: estoy solo. Pero no. Seifert era mucho más, era el hombre tranquilo atravesado por la poesía, por la belleza, por esa necesidad de trasladar, también con amargura, también con un cierto humor, aquello que estaba ahí, junto a él. El hombre tranquilo que buscaba cruzar los alambres de espinas que le rodeaban y el dolor del tiempo. Y la Breve antología que seleccionó y tradujo Clará Janés, cuando Seifert aún importaba, cuando todo estaba caliente y vivo, y se podía decir de él algo más que tan solo poeta. ¡Poeta premiado, laureado, el más grande! Esperó un poco, un par de años, y murió. Y luego el tiempo hizo su trabajo de olvido. Excepto para unos pocos, que lo buscábamos por los cajones de libros de su ciudad. Y ahí estaba, ese cometa dibujado por Jirí Trnka. Ese cometa, que sin saberlo, habíamos seguido todo este tiempo.
Como en tantos escritores de su tiempo, primero estuvo el futuro (porque el pasado era una guerra, la primera) y el comunismo, con el grupo Devětsil. Un comunismo que era aún lejanas promesas del Este, pero materia palpitante en las manos de los nuevos poetas. Y el futuro eran también las vanguardias, como el poetismo, que bebía de dadá, y que fue fundado por Vítězslav Nezval. Así pasó Seifert su primera juventud, esos veintitantos años, hasta que alcanzó la madurez de los treinta. Si París fue el primer lugar de sus pensamientos, ahora volvía a Praga, que no volvería a abandonar, ni física ni emocionalmente. En la antología, también está esa línea divisoria, aunque en desorden. Primero lo último. En último lugar, lo primero, aquellos poemas y poemarios que van desde 1921 a 1929 (Seifert nació en 1901).
En una de sus imágenes más poderosas, el poeta apoya el oído en los muros del castillo de Praga y oye el rumor del tiempo. La catedral, cercana. La ciudad está a sus pies. La belleza, por todos lados y él la atrapa, la atrapa continuamente. Llamó a sus memorias Toda la belleza del mundo; no podía ser de otro modo. El amor por lo que le rodeaba, el amor también por los momentos tristes, por el olvido, sus visitas a Vladimir Holan (el tronco del que salen las ramas del árbol de la poesía checa), la muerte, que en un momento de su poesía aparece y se queda ahí, entre las líneas, entre los versos, y, a veces, en los versos mismos. El río Morava, que cruza la ciudad; los puentes, que cruzan el río Morava. Se va hacia la oscuridad y el poeta, al anochecer, muere. Muerte y renacimiento. Luz y descubrimiento. De toda esa emoción que nos rodea, fugacidad de instantes que Jaroslav Seifert atrapa entre las páginas, como flores puestas a secar pero siempre vivas, contenedoras del recuerdo. En Ser poeta escribe: Era mi propio destino tras el que corrí, tropezando a veces, sin respirar, toda mi vida. Y esas palabras quedan ahí suspendidas, en el árbol de la poesía, en el ruido del tiempo, en el rumor de las aguas del río Morava, en el paso del cometa Halley (no el real, sino aquel aún más real de Trnka).