Los puntos ciegos, de Borja Bagunyà (Malas tierras)  Traducción de Rubén Martín Giráldez | por Óscar Brox

Borja Bagunyà | Los puntos ciegos

El arranque de Los puntos ciegos le resultará familiar a la gente que pertenece (o caza y recolecta o trata de sobrevivir como buenamente puede) al entorno universitario. En él, Borja Bagunyà describe lo que podría ser la cadena trófica del mundo académico, ahora que la institución languidece entre exigencias curriculares, sobreproducción de papers y diatribas sobre lo que debe ser o no el programa de estudios de tal o cual carrera. Frente a Antoni Morella, uno de los antihéroes de la novela, Olivier. O lo que es lo mismo: el encanto de lo posmo, con sus chucherías intelectuales y su relativismo cultural, opuesto a una idea de enseñanza universitaria que nadie sabría decir si pertenece al pasado o a algo que, definitivamente, nunca llegó a ser. Un sueño, una aspiración, una forma de entender, investigar o procesar el conocimiento que no encaja en el modelo cognitivo de nuestras sociedades contemporáneas. 

Un arranque que también sirve para empezar a conocer la escritura de Bagunyà. Ahí empieza una riada de párrafos apretados en las páginas, densos y a la vez agilísimos, rellenos de paréntesis, mala baba y una capacidad para diseccionar el entorno de sus protagonistas. Una escritura que apenas detiene el ritmo, que marca frenéticamente ese tedio que caracteriza una reunión entre profesores y la catarata de rencillas, insultos y odios que se profesan los unos a los otros. Francamente, no sé cómo explicar esa forma de Bagunyà para capturarlo todo sin, prácticamente, salir de la mirada y los pensamientos de Morella. Esa forma febril, obsesiva, detallando cada cosa a sabiendas de lo estéril que va a ser, porque la sociedad se marchita a toda pastilla y buscar algo así como un pensamiento genuino, que provoque un crac o, al menos, una reconsideración de quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos está condenada al fracaso. 

Los puntos ciegos es una novela de monstruos. Sesé, la mujer de Morella, trabaja como ginecóloga. Asiste a un parto muy complicado y observa, tras dar a luz la paciente, algo que va a permanecer grabado a fuego: un bebé con tantas malformaciones que, a su manera, es un milagro malo. La demostración de algo, quizá inexplicable, pero que a Sesé le produce un crac parecido a su marido. Tan grande como para, en lo que resta de libro, convertirse en una especie de Capitán Achab de la ginecología y lanzarse a la búsqueda de un fundamento, una pista, cualquier cosa que le permita adaptar esa imagen que le persigue al molde mental que viene fabricado de serie. Lo humano y lo inhumano, o esto último como verdadera condición de posibilidad para lo primero. Otra búsqueda condenada al fracaso, otra historia que Bagunyà narra con una mezcla de precisión y pulso trepidante. Cómo explicarlo (otra vez): me encanta esa facilidad con la que la acción, el trabajo de puesta en escena (si esto fuera una película…) funciona al mismo nivel que la reflexión, el comentario y la consideración moral. O sea, el ambiente hospitalario y una ciudad moribunda, la clase cultural en sus horas más bajas y los personajes tratando de identificarse o encontrarse a sí mismo en medio de todo ese berenjenal. Los monstruos, en sentido literal, y aquellos otros que, aun siendo figurados, dan casi más miedo. Fundamentalmente, porque no conceden a sus protagonistas la posibilidad de una epifanía, una revelación o, como mínimo, una salida de emergencia. 

Olof, el tercero en discordia, es el sobrino de Morella, el hijo del hermano odioso que se fue a hacer las Américas y ha abrazado sin complejos el mantra neoliberal, el capitalismo ramplón y todo lo que venda su way of life. Olof es otro monstruo, tal vez el más fascinante, porque dibuja las contradicciones y los fracasos de sus protagonistas. Cómo la vieja cultura europea, la de verdad, hace aguas por todas partes; cómo las políticas, los grandes gestos, las aspiraciones a una vida diferente, el empeño, etc., etc. han sido fagocitados por un marco mental, digamos, global contra el que hay tan poco que hacer como los cambios en los programas de estudios universitarios. Es un giro copernicano. Un apocalipsis a escala íntima. Ni más ni menos. Sobrevive el cínico o el gilipollas, el que abrace más rápido la doctrina en boga, el que piense menos en el futuro y más en monetizar cada segundo del presente. Y en estas que la novela de Bagunyà se transforma en un acto de rebeldía, en un trabajo de ficción que no deja de perseverar en la necesidad de desmantelar ese marco. Conceder, por una vez, el protagonismo a los fracasados, a los genios mediocres. A Morella con ese paper que nadie quiere publicar porque no se ajusta a lo que ahora entendemos por investigación; A Sesé con esa búsqueda del bebé que la convierte en detective, en vez de ginecóloga. Uno y otra, mujer y marido, buscan su epifanía, su lugar en un mundo que cada vez reconocen menos, a pesar de que con eso solo consigan distanciarse un poco más, ensanchando la brecha que amenaza a su matrimonio. 

No sé si es correcto decir que los personajes de Bagunyà viven obsesionados, por mucho que su forma de contarlos sea obsesiva, precisa hasta la extenuación, torrencial y prolija en todo (empezando por un sentido del humor de lo más corrosivo). Podrían compartir mesa con los de Bernhard, si no fuera por ese exceso de humanidad que los aleja de caer en la tentación de la misantropía. Es difícil no quererlos, sobre todo a medida que flaquean sus fuerzas, que se pierden en el laberinto de esa nada tan cotidiana que no saben cómo surfear. Porque no son tan posmos (quizá sí neoliberales, a eso es difícil resistirse hoy en día) como para que no les importe lo que hacen, quiénes son y qué va a ser de ellos. Y lo cierto es que el discurso de Bagunyà es muy crítico, muy potente en su forma de denunciar unas estructuras sociales, vitales y, casi, ciudadanas que hace tiempo entraron en colapso. Sin gravedad, pero con gracia; sin fruncir el ceño, pero sí con la suficiente rebeldía como para sentir un poco de asco en la garganta. Y transmitírselo a sus personajes. Intentar que no caigan en el desdén por todas las cosas, en la decepción por la falta de cambio o, peor aún, porque ya ha acontecido uno y no les deja precisamente en buen lugar. Otra ginecóloga más, otro profesor universitario que vivirá hasta jubilación sin groupies ni grandes obras. Bajo el peso de saber que hay algo en el tejido de la realidad que se ha vuelto inane, aburrido, mediocre, sin relieve ni nada que incite a revolverse, a pensar o, mejor aún, actuar. 

Se podría decir que Los puntos ciegos es algo así como la radiografía de una derrota vital y, al mismo tiempo, el vitalísimo ejercicio literario de rebeldía frente a esa derrota. Lo que los personajes no pueden, las palabras sí. Los párrafos. La organización. El ritmo. La escritura. Los paréntesis. Los usos de la ironía, la alta, la baja y hasta la mediana cultura. Los infinitos recursos de Bagunyà para exprimir y triturar cada elemento y, en vez de una papilla, dejar los tropezones repartidos por las páginas para asegurarse de que reparamos en todo ello. Por algún motivo, me viene a la mente aquella película de John Carpenter, Están vivos, con Roddy Piper, por aquel entonces también luchador de pressing catch, observando alucinado a su sociedad abducida por las cosas, el consumo, etc., etc. Ojalá Morella llevase esas mismas gafas oscuras cuando asiste estupefacto a las reuniones del claustro. La verdadera exhibición de atrocidades de nuestro tiempo.


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