Bajo la dura luz, de Daniel Woodrell (Sajalín) Traducción de Diego de los Santos | por Óscar Brox
Conocemos a Daniel Woodrell, principalmente, por Los huesos del invierno y La muerte del pequeño Shug (ambas editadas hace unos años por Alba), sendos retratos de la vida difícil y la infancia casi perdida en el territorio de las Ozark. De hecho, Woodrell podría pasar como uno de sus mejores cronistas, empeñado en radiografiar su falta de horizontes vitales, las débiles estructuras que sustentan a figuras fundamentales como la familia y la fugacidad con la que se pasa de una etapa a otra sin, apenas, poder saborear las pocas alegrías. No sé si eso lo convierte en uno de los grandes nombres del Country Noir, término acuñado precisamente por él, pero sí en el autor que más carga moral, más profundidad humana, ha mostrado a la hora de retratar un paisaje demasiado familiar.
Bajo la dura luz, su primera novela, nos sitúa en Louisiana. En el calor pegajoso de los pantanos y la mezcla de acentos que se reparten el territorio; franceses, irlandeses, blancos y negros. A primera vista, Woodrell escribe una novela de género: rápida, de diálogo trepidante y personajes dibujados con economía (es la clase de libro en el que todo resulta ajustado, al grano, directo y transparente). Hay corrupción y guerra entre las diferentes bandas, policías que son más bien sabuesos, litros de alcohol y familias resquebrajadas porque no todos sus miembros están en el mismo lado de la ley. René Shade, el protagonista, fue boxeador antes que policía. Vivió sus éxitos y también sus fracasos (más dura será la caída) y ahora, después de perseguir sombras en el cuadrilátero, se dedica a cazar criminales. Woodrell concentra los problemas de Shade en la difícil relación con su hermano Tip, propietario del bar en el que merodea más de un gánster. Pero lo justo sería decir que Shade, como el resto de personajes, le sirven a su autor para llevar a cabo una exhaustiva reconstrucción del lugar y el ambiente. La ciudad y el pantano, Frogtown y Pan Fry, el lado negro y el lado francés, las fricciones que dividen el terreno y reparten los beneficios según la banda a la que perteneces. Resulta apasionante contemplar hasta qué punto Woodrell es capaz de aunar la lectura fácil del noir más rocoso con el estudio entre sociológico y etnográfico de un entorno deprimido.
Me gusta pensar que a Woodrell se le da muy bien observar a sus personajes, hallarlos a través de los pequeños detalles: el par de negros que Sundown Phillips envía a casa de Jewel para acabar con él; el personaje inocente, pero no tanto, que encarna Suze; las diferentes jerarquías que dibujan Phillips y Steve Roque. Son pinceladas, en la mayoría de los casos, pero comprimen perfectamente unos cuantos detalles, o hilos, de los que corresponde al lector tirar para observar una serie de reflexiones de corte político, moral o práctico. La convivencia entre orden y corrupción, la doble cara del crimen o ese retrato familiar en el que Woodrell contrapone a Shade con el advenedizo Cobb. De hecho resulta de lo más revelador cómo el personaje de Jewel, al que prácticamente presenta como un paleto, refleja la dureza de las condiciones del lugar para todo aquel que llega de visita. Como si, por muchas transformaciones que vivan los Estados Unidos en su euforia capitalista, haya un algo salvaje, primitivo y virulento incapaz de ser domado.
Decía que Bajo la dura luz es una novela de sudor y sangre, ambientada en una climatología bochornosa y en un espacio que, como el marais que aparece en los últimos capítulos, es todo un cenagal. La imagen al servicio del relato: esos instantes en los que un Jewel completamente desnortado trata de cruzar el pantano y lo único que consigue es hundirse cada vez más en sus aguas embarradas. Como la misma novela, a medida que desvela ese subtexto moral bajo su escritura clara. De sangre, sudor y drama familiar. No exento, eso sí, del sarcasmo y la ironía tan propios del noir. De ahí que la reconciliación entre los hermanos Shade se produzca a golpes, con la mandíbula de Tip hecha trizas. Así habla el amor en la literatura de Woodrell, expeditivo, directo y brutal. Con todo, diría que esta primera novela es un ejercicio de literatura, de saber contar y controlar, de construir un espacio y hacer que hable, que se explique, a través de sus personajes. Daniel Woodrell es más de country que de noir, y aquí ya se puede encontrar su obsesión por el espacio y su interés por radiografiar las familias. Por mostrar un territorio que no es que esté fuera de la Ley, sino que la Ley todavía no sabe cómo llegar a él. Y todo ello, qué duda cabe, con una narración acelerada, trepidante y formidable en la que lo de menos es saber cómo acabarán sicarios, policías, mafiosos y políticos (si es que, en verdad, no se trata de lo mismo). El ambiente, el lugar, el aire enrarecido y reconcentrado, habla por todos. Pase lo que pase esta es una historia de Saint Bruno, Louisiana.