Infancia berlinesa hacia mil novecientos, de Walter Benjamin (Periférica) Traducción de Richard Gross | por Juan Jiménez García
Dice Walter Benjamin en su prólogo al libro: he tratado de captar las imágenes en las que la experiencia de la gran ciudad se deposita en un niño de clase burguesa. E igual ya no habría nada más que decir. Para Benjamin, en esta Infancia berlinesa hacia mil novecientos, lo importante no es la biografía, la rememoración de un mundo que ya no volverá, que no puede volver pero tampoco ser devuelto a este presente, a aquel presente. Y si es así, solo vale la pena el intento de recuperar esas imágenes, esas sensaciones que conformaron aquellos primeros años, lejos de rememorar acontecimientos. Por no ser ni tan siquiera es esa vida campestre, esos veranos que parecen configurar la infancia de cualquiera, sino la vida en ciudad e incluso sus inviernos. Una épica de lo urbano. Porque lo que desaparecía con su infancia era también una ciudad amada, una ciudad que respiraba a la vez que respiraba el niño. Unos rincones, unos sentidos que se abrían al mundo. Al mundo real o al mundo de los sueños. O a lo imaginado. Todo está ahí, todo estaba ahí. Y los acontecimientos imponen convertirlo en palabras, para que no se pierda entre todas las pérdidas, presentes y futuras. Convertirlo en palabras desde las brumas, la niebla de la memoria.
Buscar entre las imágenes no significa renunciar a las personas o los hechos. Están los padres, están esas pequeñas anécdotas que fijan el tiempo de la niñez. Hechos que permanecen frente a todos, como misterios. Las visitas al zoo o los patios. La fiebre y la lectura. Pero nada tiene la entidad de esas imágenes: es más, son parte de ellas. Podríamos pensar en un álbum de fotografías anterior, pretérito. Podríamos pensar en muchas cosas, pero, precisamente, a aquello que quiere escapar Benjamin es al pensamiento. El pensamiento como una interpretación posterior de unos hechos. Lo que busca no es devolver el tiempo histórico de la infancia, sino el tiempo sensorial, el tiempo de los sentidos. Porque eso es la infancia, en su inmaterialidad para el adulto que acabamos por ser. Destellos, fragmentos, enigmas.
Y luego Berlín. Porque este es también un libro profundamente berlinés, desde su título (un título de una belleza admirable capaz de concentrar en ella las ciento y pocas páginas que lo contienen). Un libro sobre ese Berlín que va a desaparecer y no de cualquier manera, sino guerra tras guerra, hasta una catástrofe final que Benajmin no verá, porque, desesperado en su huída, se había suicidado en 1940. La ciudad, como el niño, están en toda y cada una de sus páginas, por presencia o ausencia. Un acto de amor por los lugares, las luces y las sombras, un lugar de misterio, de juego, de descubrimiento. Como la casa, ese espacio interior, ese otro mundo de los adultos. Porque todos los espacios parecen pertenecer a los mayores, cuando solo desde la infancia se pueden agarrar las cosas con ese instinto de posesión que solo se tiene cuando descubrimos las cosas por primera vez. Y eso es, después de todo, Infancia berlinesa hacia mil novecientos: un libro de encuentros y despedidas.