El hombre del jazmín y otros textos, de Unica Zürn (Wunderkammer) Traducción de Núria Molines | por Óscar Brox
Primavera sombría, de Unica Zürn (Pepitas) Traducción de Alba Lacaba Herrero, Raquel Vicedo | por Óscar Brox
Hacía tiempo, desde su publicación en Siruela, que Unica Zürn había desaparecido del mundo editorial. No es un caso aislado, a Ingeborg Bachmann le ha sucedido algo parecido. Hay un verso de Bachmann, creo que está en su novela Malina, que voy a utilizar para poner en situación a un lector potencial de Unica Zürn: con mi mano marcada escribo sobre la naturaleza del fuego. Estas últimas semanas, releyendo sus libros, no he dejado de pensar en ello. Tanto Bachmann como Zürn tienen en común esa sensación de que la lengua es cada vez más frágil y, por tanto, su escritura no cesa a la hora de reflejar cada brecha, de sentido y de distancia, que la va aislando hasta convertir los textos en una maraña, en un amasijo de palabras.
Esto es algo, por ejemplo, que resulta palpable en Las trompetas de Jericó (publicado por Underwood), que sería un ejemplo de la poesía de Zürn y de su obsesión por los anagramas e hipogramas. Veámoslo rápidamente: “Todo tiempo es todo comienzo. La utilidad es vicio y sevicia.” O “El mirlo clavel se deslizaba por el lago tranquilamente en un huevo de simiente”. Vicio, sevicia, tranquilamente, simiente… El resultado de la prosificación de sus poemas es, en sí mismo, otro poema, delirante y acelerado, que se convierte en un reto para el traductor (en este caso, Javier López y Bárbara Reinoso).
Núria Molines explica en su presentación a El hombre del jazmin (el segundo de los libros de Zürn editados en menos de un año) que con esto de la escritura anagramática de la autora se planteó la tarea de emularlas como si tuviera un tablero de scrabble y palabras sueltas que ensamblar. Me gusta el ejemplo porque destaca ese rasgo, o ese matiz, infantil en la escritura de Zürn. De hecho, cuando publicamos la reseña que escribió Inés Martínez sobre Primavera sombría, la podríamos haber titulado perfectamente como un cuento en llamas. Cuento, porque pone el acento sobre la infancia de la autora; y en llamas, porque al acercarse a ese tiempo desde una mirada adulta ilumina los rincones oscuros de aquellos años. Oscuros, perversos, delirantes, atravesados por un despertar sexual definitivamente preadolescente y un suicidio soñado que Zürn escribe como anuncio de lo que vendrá solo unos pocos años más tarde.
De Zürn tenemos bastantes detalles biográficos en todos sus libros publicados; baste decir que sus primeros años se fraguaron entreguerras, que cambió el escenario de una vida familiar por una relación turbulenta con el artista Hans Bellmer, que los ingresos psiquiátricos fueron una constante en su madurez y que, más allá de obsesiones, adhesiones y perversiones, su obra es de una riqueza extraordinaria. Yo la pongo en comparación con el griego Nikos Kazantzakis, cuyos primeros textos eran de una intensidad abrasiva (especialmente, Lirio y serpiente). La diferencia es que Kazantzakis se arrepintió de ellos hasta intentar destruirlos y Zürn, en cambio, los sublimó hasta llevarlos al límite.
Hacía tiempo que no leía Primavera sombría y algo que me sorprendió al volver al texto fue hasta qué punto está lleno de imágenes. Sorpresa porque he hablado de lenguaje, de palabras, pero conviene señalar que Zürn era especialmente habilidosa con las imágenes; en alguno de sus libros, por ejemplo, pueden encontrarse sus dibujos surrealistas. En este sentido, en el libro abundan imágenes que por sí solas constituirían un shock estético: la niña que descubre el onanismo, masturbándose con unas tijeras; esa descripción tremendamente turbulenta en la que el temor y el temblor acompañan al momento en el que “un cuchillo” se clava en su “herida”. La sensación de que Zürn maneja una iconografía bastante completa para ilustrar la relación entre sexo, muerte, infancia, misterio, madurez, terror, identidad… y que todas esas escenas nos llegan con la extraña cadencia de un cuento infantil narrado con la voz alucinada de una adulta. O sea, un universo nada inocente. O una escritura que, precisamente, trata una y otra vez de darle la vuelta a esa idea de la inocencia, casi de la pureza, para mostrarnos su reverso. Sus tinieblas íntimas.
Visto así puede resultar tentador asociar este libro a una suerte de escritura autobiográfica. No dudo que haya pinceladas, algún rastro de todo ello, pero creo que Zürn busca más recrear una sensación, un estado, explorar una edad en el filo de la transformación, antes que conectar todo ello necesariamente a sus propias peripecias vitales. En El hombre del jazmín, por ejemplo, se deja notar esa diferencia incluso en la escritura. Núria señala que la tarea de traducción podría reabrir el debate sobre si un texto complejo equivale también a una traducción compleja, enmarañada, en la todo parece chocar, sonar extraño, hacerse cuesta arriba al lector, exigirle una lectura poco gratificante. En cambio, en Primavera sombría -en la traducción de Alba Lacaba-, se pueden descubrir otros matices, una escritura también quebradiza pero todavía hermosa. De niña que comparte sus secretos con la mujer adulta que será, y viceversa. De abismos, vacíos y misterios. Para nada lo que podría ser una novela de formación; más bien, una novela que es un volcán y derrama su lava en cada página.
El hombre del jazmín, editado con nueva traducción por Wunderkammer, lleva por subtítulo impresiones de una enfermedad mental. Zürn arranca, casi, con un sueño, de manera que la escritura nos traslade a ese territorio alejado, prácticamente incomunicado, de la realidad, para a partir de ahí reconstruir el camino cada vez más quebradizo de su madurez. El hombre del jazmín, los ojos, el hombre blanco, paralítico, la visión intensa de ese encuentro, su identificación brutal con la figura de Henri Michaux, la irrupción en su vida de Hans Bellmer, la fractura de esa realidad descompuesta a través de anagramas y de su búsqueda obsesiva del número 9… Resulta difícil que su lectura no explote en las manos del lector, que no nos obligue a avanzar a tientas por un relato enloquecido, turbulento y enfermo. Escrito entre abismos y terrores, consciente de que algo se había roto y era imposible recuperarlo (“Ay, si el hombre del jazmín hubiera seguido siendo una imagen onírica hermosísima y tierna… pero con la aparición del <hombre blanco> de verdad, con su aparición empezó la locura”). Y como la propia autora señala unas pocas páginas después, esta crónica delirante acaba convirtiéndose en el informe sobre la invención de una locura. Otra. La suya. La de esa niña, ahora adulta, que mira al abismo sabedora de que ya no hay vuelta atrás. Ella misma es su propia prisión.
Un ejemplo final, por qué Unica Zürn es la clase de escritora que te vuela la cabeza. Sexo, infancia, muerte, terror y deseo:
“Su cuerpecito yace extrañamente torcido en el césped. El primero que la encuentra es el perro. El animal le mete la cabeza entre las piernas y empieza a lamer. Al ver que la niña no se mueve, se tiende a su lado gimoteando suavemente.”