Los amores difíciles, de Italo Calvino (Siruela) Traducción de Aurora Bernárdez | por Juan Jiménez García

Italo Calvino | Los amores difíciles

Contaba Umberto Eco la anécdota de que un día se encontró con un amigo en la estación de tren, a su regreso al pueblo, después de décadas de ausencia, y cómo este le dijo: ¿qué haces? ¿te vas? Algo así. Y algo así es también mi relación con algunos escritores. No puedo volver a ellos, por mucho tiempo que haya pasado, porque no tengo la sensación de haberlos dejado nunca. Son tantos… E Italo Calvino ocuparía un lugar importante. Desde que aquel crío se subió a un árbol, para no bajar, porque no quería comer caracoles, hemos compartido camino, de cuando en cuando y sin exigencias. Y siempre, siempre, con enorme alegría cuando nos encontramos. Hay que decir que amo profundamente la comedia neorrealista italiana (ay, esa manía de contar mi vida) y uno podría preguntarse a qué viene eso, pero es que Los amores difíciles también fue adaptada al cine, un cine y una época con la que compartía tono. Esa crítica social a través del humor, un humor de finales amargos, de esos que te hacen pensar que la vida, después de todo, es triste pero alegre… o alegre pero triste. Y así son los relatos del libro, teñidos de esa fina ironía tan de Calvino. Si nos olvidamos de la segunda parte, La vida difícil, que reunía dos relatos más extensos: La hormiga argentina y La nube de smog. Ambos reflexiones apocalípticas sobre un mundo burocratizado y devorado por sus propios actos, atrapado en sus miedos, ya sean en forma de hormigas invasoras e indestructibles, o por la contaminación que cae sobre seres vivos y cosas.

Pero volvamos al amor. O al desamor. O a los desencuentros amorosos, como el de La aventura de un matrimonio, en el que el obrero Arturo Massolari hace el turno de noche mientras su mujer trabaja de día, y solo se encuentran en el cruce de sus obligaciones. Lo cierto es que todos los intentan, a su manera y con sus complejidades. En La aventura de un soldado, el soldado de infantería Tomagra, ve como junto a él, en el tren, se sienta una atractiva viuda. A partir de ahí, y como si ese compartimento encerrara un microcosmos de complejas relaciones hombre-mujer, se dedicará a interpretar gestos y a calibrar sensaciones, entre tímidas aproximaciones y la búsqueda de la prueba evidente de una puerta hacia una pasión desenfrenada. En el lado opuesto está La aventura de un lector, en el que todos los que padecemos esta enfermedad nos podremos sentir identificados: terminar el capítulo, terminar el libro, o entregarse a una aventura amorosa con esa bañista de la toalla de al lado.

A veces lo que descubren no es lo difícil que es todo, sino precisamente lo sencillo. Como en La aventura de una mujer casada, que ve el amanecer desde una cafetería. Y no solo como fenómeno atmosférico, sino como algo personal, una revelación. La mirada de Italo Calvino, no exenta de un cierto cariño por esos seres en manos de sus pequeños destinos, es capaz de convertir en intrigante, en novela de misterio, hasta los apuros de una bañista que ha perdido la parte de abajo de su bañador. O el viaje en tren de un enamorado de modos científicos, que aspira a que le dejen todo el vagón para él y poder dormir arreglo a sus ambiciones y convicciones. Héroes mundanos que solo aspiran a salvar su pequeño mundo pero dispuestos a superar las pruebas que les impone el azar y los siempre molestos otros. Buscadores de absoluto, como ese fotógrafo, o pobres hombres, como ese empleado que solo aspira a que se conozca que ha tenido una aventura. Todos ellos inmersos en los laberintos y sus pruebas de esos amores difíciles.


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