Sin tiempo para el adiós. Exiliados y emigrados en la literatura del siglo XX, de Mercedes Monmany (Galaxia Gutenberg) | por Juan Jiménez García
El ascenso del nazismo, mejor, el ascenso de los fascismos, trajo al siglo XX el exilio como movimiento existencial al que se vieron abocados muchos escritores. No es que antes el exilio literario no hubiera existido (cómo no… la literatura siempre fue considerada como un riesgo y aún en tiempos en los que parece no importar demasiado ni representar mucho en el curso del tiempo), sino que fue una más de todas las hipérboles de ese momento negro oscuro de nuestra Historia. Un abismo más, una caída más. El fin de la República de Weimar, la llegada de Hitler al poder, la derrota republicana en la guerra civil española, los avances del fascismo italiano hacia la intolerancia, la revolución soviética en los tiempos de Stalin,… En fin, en el laberinto de la historia ardían los libros en las plazas públicas y el único camino posible parecía ser aquel del exilio. Un camino largo, agotador, que no pocas veces se convertía en la derrota final, aquella que es la muerte. Una huida, en no pocas ocasiones, por lo que tenía de precipitado, de escapar de país en país y de encontrar un refugio. Esto en el plano práctico, porque en el personal, ese desarraigo tenía consecuencias tanto o más devastadoras que las que tenía en el plano físico.
En Sin tiempo para el adiós. Exiliados y emigrados de la literatura del siglo XX, Mercedes Monmany traza un retrato de los protagonistas de aquellas derivas, que son muchos y muchos más que quedaron fuera del libro, porque nadie estaba a salvo. Desde el exilio alemán en tiempos del nazismo hasta los huidos o expulsados de los paraísos comunistas. La mayor parte está dedicada a los alemanes, porque seguramente en ellos está encerrado buena parte del terror de aquellos años, de las motivaciones y de las pérdidas. Desde la familia Mann, encabezada por su patriarca, hasta Stefan Zweig o Joseph Roth, a los que esa última huida tenía también mucho de destino final, porque, después de todo, llevaban ya muchos años, desde la caída del imperio austrohúngaro, huyendo de esa sucesión de finales. Y es que en no pocos casos, a la escritura se unió la condición de judío, que representaba una muerte segura y la imposibilidad de exilios interiores, sin abandonar el país. Conforme sobre Europa iba cayendo la noche de los tiempos, sobre ellos se abatía la desesperación de no tener ningún lugar dónde ir o los medios para llegar. La caída de París supuso el final de un espejismo, el de sentirse a salvo en algún sitio, y solo quedó esa América lejana pero no siempre dispuesta. Con todo, aquellos años fueron el final de una verdadera edad de oro de la literatura en lengua alemana, ardiendo en las llamas de las puertas de infierno.
Exilios, destierros, migraciones. Distintos modos de abandonar no la patria sino la tierra donde uno había crecido, como persona o intelectualmente. No compartían ese nuevo mal, el nacionalismo, porque habían vivido en una Europa de fronteras líquidas y difusas. Para algunos, escribir lejos de esa tierra (que no esa nación) era una imposibilidad. Lejos del idioma, de sus familias, de su gente. El exilio se convertía en otra patria, un lugar sin espacio físico. Lejos de donde venías y fuera de dónde habías llegado. Si con el fin de la Segunda Guerra Mundial podríamos pensar que todo aquello acabaría, de un modo a otro, lo único que hizo fue confirmarse que esos movimientos seguirían, ahora con el telón de acero y los países del bloque comunista. Las persecuciones o la desesperación crecía, y los primero exilios de rusos blancos o, simplemente, de aquellos que escapaban de las purgas estalinistas (a menudo con la incomprensión de los intelectuales de izquierda en los países a los que llegaban), fueron seguidos por los caídos en desgracia por aquellas primaveras con ansias de libertad (y que se encontraron, no pocas veces y pese a algún desencanto, con la misma incomprensión intelectual, lo cual agravaba su situación). No fue solo un asunto de la Unión Soviética, claro está. Polonia, Hungría, Yugoslavia, Checoslovaquia,… Derrotas tras derrotas, en un siglo de vencidos.
Y más allá del comunismo, pese al drama que supuso no solo a nivel humano sino de convicciones. También se huía de las dictaduras como la griega o la española e incluso de aquella tierra de acogida que había sido Estados Unidos y que también tuvo sus tiempos del macartismo, su caza de brujas (y no pocas veces, sobre los que ya habían sufrido las persecuciones del nacionalsocialismo). Esa igualación de las ideologías en un siglo tan dado a ellas. Esos extremos que se encontraban una y otra vez, indistinguibles en sus fobias. Y este libro de Mercedes Monmany, además de permitirnos entrar en la vida y obra de un número importante de escritores que conformaron ese siglo XX de una manera tan definidora, se convierten en un catálogo invalorable (aún siendo, como decía, parcial, porque solo puede ser parcial) de esas víctimas de su época, de la derrota de unas ideas de libertad, de cómo la literatura tal vez no pueda cambiar el mundo pero si resultar molesta para tantos defensores de lo absoluto (de su absoluto). Y es que no para pocos, la literatura es nuestra patria, nuestra nación, el lugar dónde encontrar a nuestros semejantes o nuestras contradicciones, donde confrontar nuestras ideas y respirar ese aire de libertad que la realidad tan a menudo nos niega (y que ahora nos venden como si fuera una colonia). Quién sabe si la única patria posible.