Debord en Lavapiés, de Faustino Sánchez (Shangrila) | por Juan Jiménez García

Faustino Sánchez | Debord en Lavapiés

Unos cuantos pensamientos alrededor de Leonardo Sciascia (¡qué tendrá que ver!). Más que alrededor, a partir. La lectura de Todo modo me lleva a algo muy presente en cierta parte de su obra: el misterio. El misterio sin solución, irresoluble. Es más, necesariamente irresuelto. Como en el viaje, lo importante no es el destino sino el viaje en sí mismo. Cuando empecé a leer Debord en Lavapies, inmediatamente vinieron a mi cabeza dos nombres: William Gaddis y Jacques Rivette. Diría (y que alguien me corrija de lo contrario… o mejor, que nadie me corrija aun errando) que son la columna vertebral, el tronco del que surge todo lo demás, la fuerza que sustenta el resto, lo otro. No puedo sacar a su autor del texto y por eso sé que también los dos suponen esos polos de atracción alrededor de los que se mueve: la literatura y el cine, el cine y la literatura. En el libro, Gaddis es la fuerza de los diálogos generacionales, constructores de la historia, la historia en sí misma (siempre nuestra historia). Rivette es el misterio. La abstracción de ese misterio. Porque para Rivette lo importante no es lo visible sino aquello que nunca se revela, que no es más que sugerencia, que apela a nuestra intuición. Digámoslo claro: el misterio en Rivette es su inexistencia. Volviendo a Sciascia, lo importante es todo lo que nos revela su búsqueda.

A partir de ahí, Faustino Sánchez construye en Debord en Lavapiés el sueño de una noche de primavera, surgido en unas plazas un 15 de mayo. Un sueño de juventud que tal vez buscaba repetir aquel mayo del 68, olvidando que seguramente aquellos a los que se reclamaba algo, un futuro, son los herederos de ese otro, de esos otros tiempos. Y ahora, pasados los años, ya no sabemos lo que pensar, de modo que mejor quedarnos con esa búsqueda utópica que nos presenta el libro, ese plan B, que a mí se me hace cierto al revés, por las infiltraciones de la derecha en la izquierda más que por las de la izquierda en la derecha. Ingenuamente, pensamos en la existencia de los extremos, cuando la vida, si algo ha revelado, es que es circular. El escritor aprovecha todo este entramado para construir una obra total, en la que, como decía, a la manera de Gaddis, se habla de todo, empezando por el cine, porque ese todo es la novela. En esos jóvenes salidos de aquellos días y noches, en lo que ha quedado de ellos, en el plan que se han marcado, en sus derivas por las calles del barrio de Lavapiés, un poco de ese otro Madrid más allá de él, en esa vida alrededor de la Filmoteca, en este París en el que Laura es Juliet Berto, Alicia en el País sin Maravillas.

Retrato sociológico de una generación más que perdida, extraviada. Extraviada en sus propias contradicciones, en realidades e irrealidades, en extenuantes duelos dialectales que ahora, comodidad de los tiempos, se trasladan a las redes sociales, y en los que esta pandemia solo ha sido una constatación más de que todo está perdido y que por eso somos eternos optimistas. Y al final comprendimos, gracias a esas redes, lo que siempre había estado ahí. Ahora un algoritmo nos hace entender uno de esos mecanismos que mueven el mundo: solo hablamos para aquellos convencidos como nosotros y solo vemos aquellas opiniones de nuestros semejantes. Revoluciones de salón en lejanos planetas. Me pregunto si Faustino leyó El contexto, porque tengo la seguridad de que vio Excelentísimos cadáveres (cuestión de buen gusto). Cómo no relacionar las derrotas de todos… Pero aún en esas derrotas, hay algo bello. En las derrotas de todos: soñadores, Gaddis, Rivette, Sciascia,… Y es que pierden porque lo intentaron. Cada a cual a su manera.

Cada cual a su manera y el OuLiPo en todos lados. Porque aquí también surge el oficio del escritor (que no el oficio de escritor, aunque también) y en su construcción adivinamos el gusto por el juego, por el cálculo de probabilidades, las matemáticas, esa sangre que recorre las venas del taller de literatura potencial. Debord en Lavapiés se convierte pues en la obra total, una explosiva mezcla que hay que manejar con cuidado. Con el cuidado con el que lo hace Faustino Sánchez, para entregarnos un retrato de unos días, que luego fueron meses y más tarde años, y qué quedó de aquellas ilusiones y hacia dónde podrían haber marchado irónicamente. Entre vampiros, vidas eternas, empinadas calles y más empinados destinos. Vencer, vencer de verdad, hasta la derrota. Como en una película de los años sesenta de aquellas que tantos nos gustaban. Cuando París nos pertenecía.


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