Mi padre y su museo, de Marina Tsvietáieva (Acantilado) | Traducido por Selma Ancira, por Francisca Pageo
Quizá si decimos el nombre de Ivan Vladimirovich Tsvietaiev no nos suene de nada, incluso conociendo a su hija Marina Tsvietáieva tampoco nos suene, pero en Rusia es un nombre a recordar y a tener muy en cuenta. Este hombre fue el fundador del primer Museo de Bellas Artes de Rusia, en Moscú para ser más exactos, un museo que se inauguraría en 1912 en honor al zar, pues su nombre sería Alejandro III. Actualmente podemos encontrarlo como Museo Pushkin, un museo que recoge en gran parte arte europeo. Este pequeño libro de Marina va sobre este museo, va sobre su padre y va, especialmente, sobre todas esas evocaciones que Marina tendría de los dos.
La estancia de Marina Tsvietáieva en el museo no sería la de alguien normal. Marina en cierto modo creció en él, se inspiró en él. El Museo de Bellas Artes Alejandro III huele a té y huele a mármol. Huele a poesía, a encuentros y a retratos familiares. “Nunca olvidaré: bajo el primer rayo de este sol de mayo, en la sala vacía, en la mesita de juego, en la bandeja de plata – la corona de laurel.” Esta frase recorrerá todo el libro y nos llevará a la parte más esencial de la propia poesía de Marina, las pequeñas obsesiones, las pequeñas casualidades que van rondando las palabras y los hechos. Marina se enfoca en su padre como una figura a ratos ausente en varios sentidos. Ausente respecto a cómo ella se encuentra en el museo, pues pareciera que todo lo habido en él pasara por ella como un velo, una transparencia, un holograma. Marina lo recoge todo muy bien, como si su presencia ausentara los espacios, pues todo terminan llenando su interior; pero la ausencia también reside en el padre de Marina, que pasará más tiempo en estos espacios que en el ámbito familiar e íntimo.
Ivan Vladimirovich Tsvietaiev sería un hombre con gusto por los idiomas y con una fuerte y profunda convicción por lo que la cultura representa al ser humano. Es irremediable no cogerle cariño, ver la intensa labor que llevó hasta su muerte en este museo. Los seis relatos que conforman este libro nos dan esbozos de este hombre que tanto viajaba, que tanto aprendía y conocía. Se empapaba de la vida así como de aquella gente que encontraba. Marina estaba muy orgullosa de él, y también de su madre –cuyo libro sobre ella y escrito por Marina, Mi madre y la música, también se convierte en un imprescindible si hemos gustado de este del que hablamos–, pues le proporcionaban a sus hijas asilo intelectual y espiritual. Un asilo que más tarde será apreciado por aquellos que hemos seguido a la autora a través de sus poesía y su prosa.
La traducción de Selma Ancira es inteligente y sabe captar lo que Marina Tsvietáieva escribe. Pienso en sus diarios y pienso en cómo no difiere su escritura más personal de esta que se nos presenta. En realidad es como si todo perteneciera a una misma cosa, pues la lírica habitual de Marina también se encuentra aquí. Es una delicia leer estas palabras llenas de atención, curiosidad y virtud. Pienso que conocer así a una persona y a una institución es quizá una manera sencilla y honesta de hacerlo, pues lejos de no ser palabras de un historiador o alguien que ha recopilado información, son palabras de alguien que ha estado en el museo y ha conocido a esa persona como ninguna otra pudo hacerlo. El museo blanco blanquecino sobre el azul muy azul del cielo, esa es la imagen que nos ofrece Marina. Una imagen que nos eleva, que nos presenta un trozo de imagen celeste en la tierra. Así lo sentimos y así deberíamos, quizá, hacerlo.