Bajo la cúpula. Paseos con Paul Celan, de Jean Daive (La uña rota) Traducción de Mateo Pierre Avit Ferrero | por Óscar Brox

Jean Daive | Bajo la cúpula. Paseos con Paul Celan

No resulta sencillo volver a encontrar la palabra, es decir volver a aprender la palabra o a hablar. Es un poco como si uno volviese en sí tras diecisiete años de coma y se oyese pronunciar una sola palabra: ‘escribir’, sin concebir lo que esta palabra significa”. Vuelvo, una vez más, a un recuerdo a propósito de la lectura, hace ya unos años, de Ingeborg Bachmann; de hecho, lo he contado tantas veces que creo que lo he deformado, que me lo he apropiado, que si leo de nuevo Tres senderos hacia el lago podré observar que no es como lo describo. Hay un relato y una pareja, también un amor en pleno deshielo emocional. La lengua salta entre diferentes idiomas, reparando en cada momento en la brecha (de sentido, de distancia) que se agranda y aísla a sus protagonistas hasta la incomunicación. Con esos mimbres, dirá Bachmann, no se puede escribir un nuevo mundo.

Algo en la escritura de Jean Daive me trae a la memoria las palabras de Bachmann. Cuando conoce a Paul Celan, París es un lugar preparado para la ebullición. Una ciudad convulsa que, podríamos decir, no sabe cómo escribir un nuevo mundo. Contrasta, pues, con la humildad lingüística (dice Judith Butler) de Celan, donde las palabras se desmenuzan, se descomponen una y otra vez, llevando al límite eso que cada una significa. De hecho, en esa forma tan elíptica del autor de desgranar los paseos con el poeta uno se siente tentado de advertir un vocabulario. O un alfabeto. O un lenguaje. O, simplemente, la tentativa que lleva a cabo Daive para dar cuenta de su amigo muerto. De ese poeta en el que se arracimaban demasiadas cosas, demasiados condicionantes: su naturaleza apátrida, su sangre judía y su lengua alemana; el conflicto interno con intelectuales de su tiempo, entre ellos, Martin Heidegger y Theodor Adorno; el filo permanente de la muerte, la de sus padres durante el Holocausto y la suya propia cuando decida arrojarse a las aguas del Sena; y la forma en la que se decantan las palabras de su poesía.

El escenario parece siempre el mismo: la calle del Ulm, la École Normale, La contrescarpe, Longchamp, Tournefort, la comida en Le Chope, las horas sentados frente a un texto que a menudo no se sabe qué espera antes, si la lectura o su traducción. Y entre tantas observaciones, una certeza: las palabras pertenecen a nuestro metabolismo. Daive retrata a Celan, lo viste a través del lenguaje y lo desviste a través de la fragilidad de la lengua. Habla del poeta y del amigo, y de cómo escribir sobre él es, describirle, de alguna manera significa traducirlo: “Una palabra es una palabra y traducirme es encontrar siempre la palabra adecuada. A veces es necesario dejarse llevar por la deriva del sentido. Es necesario volver de inmediato al punto de partida, retomar el sentido literal: es el apropiado”. En ocasiones, Daive habla de Celan como de un secreto que se aproxima lentamente hacia nosotros, como un ejercicio de deducción, como un poema que se extiende por los lugares que marcan sus paseos, por las mujeres que marcan su biografía. “Nada de palabras o imágenes, sino que reducía a una reja el mundo para dilucidarlo”. También este retrato es una reja mediante la cuál dilucidar a Celan.

Daive salta a través del tiempo y las conversaciones; en ocasiones regresa, obsesivo, sobre un mismo episodio o una misma frase. A veces describe a Celan con toda la precisión imaginable y a veces es solo un fantasma de humo. O una evocación en palabras de un amigo (de Joerg Ortner, por ejemplo). O el tumulto que levanta en la Alemania de posguerra la costra de las heridas del genocidio. ¿Cómo se desenmaraña eso? ¿Cómo se lavan las palabras? Daive describe el rostro, el humor cambiante, la enfermedad y la reclusión; encuentra a Celan en sus conversaciones sobre Kafka, en la visita a Todtnauberg y el silencio de Heidegger, en el cruce de miradas con un Tarkovski en el exilo de Taormina. Y lo cierto es que nunca un libro tan breve, de escritura tan elíptica, ha desprendido tanto agotamiento, tanta necesidad de capturar una figura que se va descomponiendo entre las dobleces de sus versos. Cuesta no pensar en toda la imaginación que recoge Daive para escribir sobre Celan, en los nudos y las marañas, en la fragilidad de la lengua y los saltos de idioma, en la promesa de nuevas palabras que se ajusten a un nuevo mundo y en la sombra de aquel otro, el viejo, cuyas cicatrices históricas rompen las palabras. A propósito de Todtnauberg, dice Félix Duque: “él mismo [Celan] se sabía híbrido, y por tanto seguramente ‘monstruoso’ a sus propios ojos: de estirpe judía, pero de cultura y lengua alemanas”. Lo crudo, más tarde, de camino, evidente. Dice Celan en el mismo poema.

Celan son los paseos hilados a la memoria de Daive, las huellas, los gestos, las calles y los lugares. Cada pequeño detalle, cada fragmento rescatado del recuerdo, que el autor trae a colación para intentar acercar, como si fuera un astro a gran distancia, la figura de su amigo. En un libro breve, de una belleza a ratos apabullante y, por qué no decirlo, exigente, este es sin duda el mejor:

Se pone a llover, fuera. Fuera, llueve, se pone a llover y miro la lluvia. Miro a Paul ante la lluvia, a contraluz: tenso, cortante y sin verbo.

Lo siguiente en caer es la noche, y Celan con ella.


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