Otras tardes, de Luis Loayza (Pre-Textos) | por Juan Jiménez García
Cuanta impotencia cuando leí Libros extraños, de Luis Loayza. Un libro sobre libros, sobre Thomas de Quincey, sobre James Joyce,… No solo. En sus ensayos descubre esos instantes que en sí mismos concentran todo el significado del libro, ni tan siquiera evidentes. Esas corrientes subterráneas que lo atraviesan y que solo un lector atento, sensible a las intuiciones, puede encontrar. Y solo un escritor puede revelar, sacar a la luz y arrojar un sentido inédito sobre todo esto. El escritor peruano sin duda estaba ahí y ese libro era una incitación a abandonarlo todo y entregarse a una vida de lecturas reveladas y de misterios por encontrar. Con todo, pasada esa sensación de zozobra, de que todo es en vano y de que no llegaremos hasta allá, uno tiene que seguir contra los molinos de viento (en realidad gigantes), por puro compromiso con aquello que uno ama. Y entonces, un día, a uno le gustaría ser capaz de escribir sobre Loayza como él lo hizo con los demás. Una derrota anunciada.
Otras tardes son cuatro relatos y algunos fragmentos. Loayza practico el arte de la escritura en corto preferiblemente. Escritor peruano a la altura de Mario Vargas Llosa o Julio Ramón Ribeyro, fue más discreto. Vivió sin hacer mucho ruido y murió en silencio. Su escritura quedó ahí, como prueba de esto. Y los lectores, como demasiado a menudo, estaban en algún otro sitio. Tal vez era un escritor para escritores, como se dice de algunos poco leídos pero muy apreciados, o escritor secreto, de esos que uno guarda con celo y transmite como si de una revelación se tratara. Si tomásemos a los personajes de este libro por el autor, podríamos pensar en la indolencia, en un cierto gusto por lo perdido, lo que no se debe alcanzar. Pienso en William Gaddis y ese título, La carrera por el segundo lugar, y este bien podría ser el título de una crónica posible. Porque sus protagonistas no aspiran a ganar, sino a tener un papel secundario. En el relato que da título al libro, Alfredo no deja de ser el segundo plato de Ana, esa alumna suya, pero no muy distinta en edad, casada. Pero no hay nada que lamentar: es ahí donde se siente cómodo, hasta que los celos vienen a derribar esa fragilidad que se han construido, en el que una aparente relación libre no es más que una prolongación de su vida, llena de indecisiones, de medias tintas, de un sí pero no o un no pero sí.
¿Y en qué se distingue Alfredo del protagonista de Enredadera? Son como dos ensayistas escribiendo la historia de su fracaso con las mujeres. Aquí es Adela, que estaba demasiado a mano como para ser prendida. Están bien pero son incapaces de concretarse. Les gusta demasiado esa indefinición. Como dice en algún momento vive una vida mental, de sueños y lecturas. Y entonces, incapaces de enamorarse, pero también liberados de esa necesidad de hacerlo, entra un tercer personaje, para que él también no llegue triunfante sino segundo. Y aún así, en uno de esos momentos que nos pasan tan poco, en la vida como en la literatura, llega ese momento de la cara en lagrimas y esa mirada de ella. Y podía haber estirado su mano y haberla acariciado, pero eso hubiera sido alterar el orden del mundo, de ese mundo suyo de perdedor satisfecho o, al menos, soportado.
Altero el orden de los relatos y me salto uno, para llegar a La segunda juventud. Salto para llegar otro lado de la derrota, la de un amor mortecino y desesperado como la garúa, dice él. Esa lluvia americana fina y persistente y que sería como nuestra calabobos, y que bien nos sirve para definir a estos jóvenes, que sin saber ni cómo acaban empapados hasta los huesos, sin apercibirse de nada. Cierto: aquí es una cuestión familiar. Demasiado pobre para la hija de un rico, aunque se quieran y parezcan dispuestos a todo. Parecer. Pero entonces, años después, más viejo, más viajado, siendo alguien (o al menos no un nadie), ocurre lo esperado, que es el divorcio de Graciela, de ella. Vuelve a encontrarla y sigue conservando su belleza, del mismo modo que el conserva su indecisión. Vivir sin consecuencias. Eso es lo que une a los tres protagonistas de estos tres relatos, causas perdidas para hombres perdidos.
Queda Padres e hijos, que es otra cosa. En su prólogo José Muñoz Millanes habla de la geografía propia de Loayza, su Santa María. Pero su Santa María es real, es Lima, es Miraflores, los barrios nuevos, que se alejan del centro. Su extrañeza. Un paisaje presente de principio a fin y aquí un poco más. Como también está la memoria del padre muerto, de un tío que está por morir, la ausencia de retratos y el misterio de una amante. En el relato está encerrada una frase: ser joven es aguardar lo que seremos alguna vez, todo se va dejando para más tarde. Y luego… Sus recuerdos y el intento de hacerse con una memoria de ese padre, chocan con los intentos de escapar de su soledad del tío Ricardo y la pregunta sin responder de Jaime. Todo se vuelve confuso, como un ruido de palabras incomprensibles. El libro se cierra con fragmentos y otros fragmentos, estos sobre el ajedrez. En uno de ellos cita al maestro Capablanca, que decía que todos estudian las aperturas cuando deberían estudiar los finales. Y ahí está todo.
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