Travesti, de Edmond Baudoin y Mircea Cărtărescu (Impedimenta) Traducción de Lorenzo F. Díaz | por Óscar Brox

Edmond Baudoin y Mircea Cărtărescu | Travesti

Hay muchos matices en la obra de Mircea Cărtărescu. Muchos rostros, aunque todos converjan en uno mismo. “Después de todo, no soy otra cosa que literatura”. La cita es de Franz Kafka, pero Cartarescu la asumía casi como propia en una entrevista. Y, en cierto modo, es una buena manera de entender la transición de ese autor de relatos borgianos como El ruletista al escritor íntimo y alucinado de Lulu; al lector fervoroso del acervo cultural de su patria en El levante o al satirista que echa una buena ojeada a las circunstancias sociales de Rumanía en Las bellas extranjeras. Probablemente, la mayoría de sus historias tengan en común ese lugar prácticamente mitológico, la habitación de la casa familiar en Stefan Cel Mare, así como la fuerza fabuladora de un Cărtărescu capaz de descoser la unidad del relato mientras nos sumerge en un ambiente extraño, onírico, rico en texturas y en unas descripciones que llevan lo fantástico hasta el límite.

Esto último me lleva a pensar en Cărtărescu como un escritor muy visual, con un talento especial para dibujar ambientes, espacios, estados de ánimo, con las palabras. Pero, he aquí la parte importante del asunto, sin que esa escritura visual cuaje en una imagen concreta. Más bien, el autor rumano descarga una avalancha de imágenes, tantas como sensaciones escondidas tras esas imágenes delirantes, barrocas, que nos trasladan a ese otro lado del espejo. Al espacio íntimo del escritor. A una memoria que funciona como cordón umbilical. Que recupera, en parte, todo aquel tiempo antes de que la potencia trituradora de la dictadura de Ceaucescu desdibujase el paisaje de la infancia.

Lulu (Travesti en la versión gráfica de Edmond Baudoin) tiene mucho de todo esto. Está esa tensión entre el escritor maduro y su versión adolescente. Alguien que pertenece a otro tiempo, que es más esquirla que recuerdo, porque prácticamente no queda nada de aquella Rumanía y son pocos los lazos que conectan una vida y otra. Está ese doble, un hermano, que atraviesa parte de la literatura de Cărtărescu hasta convertirse en una obsesión. Hermano o hermana, el fragmento que falta. Lo que su autor ve al mirarse al espejo o al poner las manos en forma de visera mientras aplasta la nariz contra el cristal de la ventana de su habitación. Lo que falta, una ausencia, un recuerdo casi amputado.

Baudoin reescribe a Cărtărescu respetando en todo momento el texto original. El suyo es, casi, un trabajo de excavador; primero, al evocar una Rumanía que ya no existe, esa tensión que dibuja a través de unos edificios partidos en dos. Entre el sol y la sombra. Como si tuviese la capacidad de ver entre las ruinas o la reconstrucción aquello que alguna vez fue. Después, al colocarse como un personaje más dentro de la historia. Como alguien que investiga, que pregunta, que fantasea y trata de descifrar quién ese doble, cuál es esa tensión, que marca la relación entre Víctor y Lulu. Quizá porque, como todos los lectores de Lulu, ha quedado prendado de las arañas, de los sueños y esos otros sueños que parecen contener. Por esa sensación de, llegado a un punto, empezar a derrapar y trastabillarse en las palabras de un Cărtărescu cada vez más exigente, cada vez más obsesionado. Que hace de lo onírico la única explicación posible para ese momento tan frágil y turbulento como es el final de la adolescencia.

Uno recorre las páginas de Travesti con la sensación de que Edmond Baudoin comienza a dibujar a partir de una mancha de tinta. A partir de ese negro abundante que disemina en cada viñeta con trazos blandos y continuos. Repetitivos. Fraguando algo parecido a un escenario real. Parecido, porque siempre hay algo (las palabras de Cărtărescu, la imaginación de Víctor) que lo descompone hasta transformarlo en una imagen surreal. En una imagen vivísima de esa intimidad que su protagonista experimenta en el entorno más mediocre. Tan potente, tan devastadora, que los trazos de Baudoin casi engullen la página a medida que el autor rumano profundiza en sus obsesiones. Si acaso, quedan las palabras del dibujante para arrojar un poco de luz. Para dibujar una posición propia en ese proceso de adaptación de un texto ajeno. Para lanzar al lector algo a lo que agarrarse mientras recorre fascinado la imaginería que escritor y dibujante han pergeñado para (tratar de) explicar las interioridades de Víctor.

La imaginación en Cărtărescu es un recurso mediante el cual hacer frente a una realidad mediocre. Censurada. Vigilada. Homogénea. En la que las cosas apenas enseñan sus dobleces, más allá de las bobas consignas políticas. Y que, por tanto, demanda de un tipo de enfoque que sea capaz de arañar esa costra, de penetrar en todo aquello que no se acaba de ver e invitarnos a explorarlo como quien bucea a pleno pulmón. Con la impresión de que en algún momento nos vamos a quedar sin aire mientras escalamos por las escarpadas montañas de palabras y descripciones con las que Cărtărescu canaliza su escritura íntima. Con la sensación del extraordinario esfuerzo puesto por Baudoin para conectar sus trazos ese universo que no deja de repetirse, por mucho que cambie oportunamente de piel, de una novela a otra. Con el misterio de pensar que a Cărtărescu siempre le preocupa conceder su espacio al lector. Que, en buena manera, dice justo aquello que escribiera Robert Louis Stevenson en su El Dr. Jekyll y Mr. Hyde: “Lo que de ahora en adelante ocurra ya no me concierne a mí sino a otro”. Después de todo, en eso consiste la literatura, ¿no?


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