1896. Raymond Roussel tiene 19 años y escribe. Está escribiendo una novela extraordinaria que cambiará la literatura tal como la conocemos. Piensa. Está escrita en versos alejandrinos, lo cual le lleva a trabajar febrilmente de la mañana a la noche. Entra en un éxtasis laico. No busca a ningún dios, sino a las palabras, ese arma mortal que acabará por llevarle al suicidio, tal vez, en un futuro. Publicado un año después con su dinero (como prácticamente el resto de su obra) será un completo fracaso. Nadie le para por la calle, el mundo no ha cambiado, la literatura tampoco. Necesita tratamiento médico. Qué hermoso testimonio es el informe de su médico, Pierre Janet, psiquiatra, incluido esta edición. Qué hermosa edición es esta de Wunderkammer. Porque en ella están todos los sueños del mundo de un adolescente. Y también sus pesadillas y temores.
El doble es un largo poema. Un largo poema (maravillosa traducción la de María Teresa Gallego Urrutia) que se lee como prosa poética. Roussel miraba hacia atrás, hacia todo aquello que admiraba, pero escribía tan hacia delante que nadie supo reconocerlo hasta mucho después, con la llegada del surrealismo, que buscaba nuevos ídolos a los que adorar (una vez derribados los otros a patadas y puñetazos). Así, lo verdaderamente curioso de esta novela en alejandrinos no es su forma, sino su contenido. Roussel no solo prescindió de la prosa, sino que también lo hizo de la historia. Sí, hay una, que se resume con extrema sencillez. Gaspard es un actor de reemplazo, empeñado en conmover al público con sus interpretaciones. Lejos de conmover da risa y, en su última actuación, aún más, cuando es incapaz de envainar, una y otra vez, la espada. Cansado, decide retirarse, huir de algún modo con Roberte, su pareja.
Esto son apenas unas páginas. ¿El resto? El resto es pura emoción. Un desfile de carnaval que atravesará más de un centenar de páginas, para concluir en un amanecer, una playa y una feria, además de un melancólico final, recuerdo de aquellas primeras páginas. Alrededor de Gaspard y Roberte se agolpan los personajes que se arrojan confetis, danzan y se reconocen y desconocen, en un tumulto memorable que el joven Roussel conocía bien porque su madre, un día, le llevó allí, a Niza. No ocurre nada, más allá de ellos huyendo del mundo a través de todo esa fiesta. Y ahí es donde encontramos que no desfilan las personas, sino las palabras, y que ese desenfreno es el de un escritor que se encuentra con ese material del que están hechos sus sueños, ese barro, esa arcilla original, capaz de crear el mundo en unos pocos días. Todos los sueños, pues, están ahí. Los de Gaspard, los de Roberte y, en primer lugar, los de Raymond Roussel. Sueños de otro porvenir.
Llegará el final. De la fiesta. Del éxtasis. Del libro. Los versos irán a parar a esa playa por la que caminan nuestros protagonistas (y también nuestro escritor). Todo ha quedado atrás, y también quedarán atrás sus sentimientos. Poco a poco. Pretender volver a aquella otra vida, a aquel torpe actor, es imposible. Ahora tendrá que ser otra cosa o asumir que no es nada en particular. A Roussel le esperará la enfermedad nerviosa, como ese espacio que se encuentra entre nuestros deseos y la realidad, incapaz de asumirlos. Pero no acabará ahí. Este era solo su primer libro. Vendrás otros. Locus Solus, Impresiones de África,… Michel Leiris dijo de él que nadie se había acercado tanto a las influencias misteriosas que rigen la vida de los hombres. Sea.
[…]
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Es la reflexión más inteligente (la más ajustada a la realidad) que he leído hasta ahora sobre Roussel.
[Gracias por el elogio de la traducción.]