Otras sensaciones. Esa parece ser la aventura a cuya búsqueda parte Jack London en cada obra. No importa si se trata de los mares del Sur, del Yucón salvaje o de la Inglaterra deprimida y aislada por la rigurosa sociedad victoriana. Allí está la mirada del escritor para capturar ese estremecimiento primigenio que, probablemente, se siente al entrar en contacto con una naturaleza tan grandiosa. Indiferente. Mortífera. Bella. London daba voz a la naturaleza, a los animales, al salvaje o al aventurero, protagonistas todos ellos de su visión del mundo. De esa necesidad de abarcarlo, de ser (casi) el primero en atisbar algo distinto; una belleza fugaz condenada a desaparecer ante el decidido impulso civilizatorio del hombre blanco.
De entre todas las historias, tal vez la de Klondike fue una de las más intensas narradas por London; como escritor y como cronista, el autor de Colmillo blanco se acercó a ese epicentro de la fiebre del oro para narrar cada uno de sus instantes, de sus episodios y protagonistas. Para describir un mundo sin leyes y dar voz a esas comunidades que terminarían opacadas por el tiempo y el progreso. Eterna cadencia publica los once cuentos de Klondike en busca del aliento salvaje de los relatos de London; ese que brilla, precisamente, por su falta de épica. Porque, ante todo, versa sobre la humanidad y el continuo choque entre el estado salvaje y la civilización. Sobre hombres, bestias y, en demasiadas ocasiones, sobre hombres que son bestias. He ahí, por ejemplo, una de las historias más sobrecogedoras del libro, Batard, que narra la convivencia feroz entre un hombre (un francés al cual el autor parodia imitando su acento) y un perro. Entre un monstruo y otro monstruo, que alimentan el fuego de la violencia y el rencor, de la supervivencia a cualquier precio y de la falta de conmiseración. Por mucho que London consigne, a cada poco, el orgullo con el que hombre y animal observan ese valor que los une. Que los aísla del resto de personajes convirtiéndoles en criaturas de otro mundo. De ese mundo que se extingue a cada paso, a cada página, a cada relato. Para el cual las palabras de London insuflan el aliento que falta. Como si abriese completamente sus ojos para absorber todos los detalles del paisaje.
En la obra de London no existe la vida fácil, y ni siquiera –La ley de la vida– parece quedar un resquicio de paz ante el final de la existencia, sino ese sentimiento de aprendizaje en un mundo de pasiones y brutalidad. Salvaje, en definitiva. Para el cual el autor de Martin Eden concibe sus cuentos como una útil guía para internarse en un microcosmos trufado de peligros y riesgos, al que los aventureros se abocaban, seguramente, tratando de huir de una realidad demasiado mediocre, en la que los surcos del progreso comenzaban a aplastar en los márgenes, en todas esas zonas insignificantes, a aquellos que ponían su vida al servicio de la aventura. London fue hijo de la misma estirpe que la de Melville o Robert Louis Stevenson, que hicieron de la belleza de sus relatos el testimonio de aquel viejo mundo palpitante; ese mismo que se mantenía a resguardo, entre las nevadas y las fauces de las bestias, a la espera de que alguien aprendiese a mirarlo en su inmensidad. De ahí, en suma, que acercarse a un volumen como estos Once cuentos de Klondike sea lo más parecido a trazar una geografía de lo indómito.
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