Toda película tiene su pulso y su espectador, e incluso el cine más desalmado y monofórmico (1) puede ocupar en el alma el espacio y tiempo de varios fotogramas. Quizá también el de algunas palabras. El espectador de Mimosas (2016) se dispone, sin saberlo, a caminar la senda trazada por un escéptico con una profunda cicatriz que puede llegar a reconocer como suya. Transita por una obra dual, que le llega tanto por el cerebro, como por la porosidad de sus imágenes, en lo que su propio director ha descrito como la intención de establecer un dualismo entre exoterismo (lo directamente sensible, el aquí y ahora de las tomas, la piel del relato) y esoterismo (la geometría espiritual de las imágenes, lo inefable, lo que respira bajo las cosas) (2).
Cuando vi Mimosas salí con la sensación de haber visto algo en su fantasma, pero de no haber comprendido mucho. Me habían sido transferidas una serie de imágenes y gestos que me habitarían y no abandonarían. Y a pesar del peligro que su interpretación entraña, no he podido menos que lanzarme a escribir este texto.
Número ocho
Bande à part
Imágenes: Francisca Pageo
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