Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson (Minúscula) Traducción de Paula Kuffer | por Dara Scully

Shirley Jackson | Siempre hemos vivido en el castillo

Un sendero sinuoso devorado por la maleza. El bosque, el arroyo, el prado que se abre ante la casa. La casa, una fortaleza impenetrable. Un castillo. Fuera: la barbarie. El pueblo y su fealdad, los hombres brutales, ennegrecidos. Los niños que cantan canciones crueles. El miedo.

Deja que te veamos, Mary Katherine. Querida, querida Merricat. ¿Qué tesoros escondes? ¿Qué encierran tus pasos presurosos? En el pueblo, los hombres señalan a las hermanas Blackwood. Señalan la casa, oculta tras la espesura, cerrada al mundo y a la vida. Un dedo acusador y violento. Una agitación al pronunciar el nombre de la mayor: Constance. La buena, la bella Constance. La hermana adorada que prepara la cena. Pero nosotros no tenemos miedo. Merricat nos enternece. Queremos seguir sus pasos en el sendero, beber con ella del arroyo, dormir sobre su lecho de hojas. Que nos hable de sus pequeños juegos, oh Merricat, tontuela. Deseamos la vida en la casa, una vida diminuta, hermosa y silenciada. Un discurrir de los días en un encierro voluntario. Una necesidad. La de Constance, que teme el dedo acusador. La mirada feroz de quien la juzga. La de Merricat, que cuida de su hermana, la quiere, la resguarda bajo la delgadez de sus brazos.

¿Quiénes son las hermanas Blackwood? Un secreto las sobrevuela. Arsénico en el azúcar: los padres, muertos, enterrados en la ciudad. Las sillas vacías a la hora de la cena. «Merricat, dijo Connie, ¿una taza de té, querrás?», cantan los niños en el pueblo. Una cancioncilla alegre e insidiosa. Una mordedura que extiende su veneno con lentitud. Una ponzoña inevitable.

‘Siempre hemos vivido en el castillo’ es un cuento gótico. Un estudio del miedo y la superstición. Las hermanas Blackwood habitan en la casa señorial, aislada; seis años atrás, un asesinato múltiple. La familia desfila en sus ataúdes pequeños. No podemos verlo, pero lo imaginamos. Nos lo susurran los niños con su cancioncilla. Los hombres, que abordan a Merricat y la hieren. El pueblo: pura respetabilidad. Un estandarte de decencia. Ellos conocen la podredumbre. Conocen la maldad que serpentea por el sendero. Miren, ahí va Mary Katherine. Miren qué manjares le lleva a Constance. Connie, Connie, ¿nos prepararás la cena? ¿Nos envenenarás? Pero el espejo nos devuelve un reflejo distorsionado. Al mirar hacia la casa un fulgor nos ilumina. Deseamos atravesar su puerta, sentarnos junto a las hermanas. Junto al tío Julian, que rememora, incansable, aquella noche. ¿Debemos realmente temerlas? Nos resultan inofensivas, dóciles: Merricat, salvaje, es sólo una niña. Una muchacha que juega.

¿Son peligrosos los juegos? La maldad habita siempre en el reverso. En el reverso del pueblo, que hunde sus pies en la miseria, en una envidia dolorosa, hostil, prolongada hasta la extenuación. También tras la mirada del primo, que llega para ayudar a las hermanas. Pronto nos contagiamos de la sospecha: el mundo conspira contra nosotros. Si Constance sale de la casa, será señalada por los niños. Si cruza la línea del sendero, tal vez ya no regrese nunca. Así que Merricat vela con paciencia, se resguarda en su juego –tres palabras nos protegerán, una caja de monedas enterradas, el libro que cuelga del árbol–, y cuando la barbarie llega, el castillo se repliega sobre sí mismo. Y nosotros nos quedamos con ellas en esa cocina pequeña, ojeando tras las ventanas tapiadas, oyendo cómo se forma la leyenda. Si molestas a las hermanas te comerán y luego enterrarán tus huesos. ¿Existieron realmente, las hermanas? ¿Hasta dónde llegaría un espíritu inocente para proteger el castillo? El azúcar sigue sobre la mesa. Constance, que nunca lo toma, sirve con ceremonia la cena. Merricat, en su cuarto –un castigo–, espera.

PD: Lean ‘Siempre hemos vivido en el castillo’. Conozcan a Mary Katherine Blackwood, sigan la estela de sus pasos, no teman el veneno.

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