Me acuerdo, de Georges Perec (Impedimenta) Traducción de Mercedes Cebrián | por Juan Jiménez García
Para Harry Mathews, también
Siempre que tengo que escribir sobre Georges Perec lo hago con el firme propósito de olvidarme de una vocal, de usar solo una, de utilizar escondidas combinaciones matemáticas o, quién sabe, escribir una reseña con forma de crucigrama. Sería sencillo escribir sobre Me acuerdo empezando cada párrafo o cada línea con me acuerdo, claro está. Y luego diría que es un homenaje, cuando solo sería una forma más de hacer el indio. Al final, por algún misterio (tal vez no tan misterioso) cuando escribo sobre Perec acabo escribiendo sobre mí mismo. Y no lo entiendo (tampoco lo pretendo). Georges Perec y yo nos conocimos hace muchos años. No recuerdo cómo. Pero sé que desde entonces mi relación con los libros solo la entiendo porque él estuvo ahí, de algún modo, de alguna manera.
Georges Perec solo le siguió, con este libro, el juego a Joe Brainard y su I remember, pero como bien sabía William Gaddis, en algún momento la copia reemplaza al original y se convierte en algo único. La idea era sencilla (y como todas las ideas sencillas, inédita). Igual que Guillaume Apollinaire decía que había un barco que se había llevado a su amada y luego muchas más cosas, en una implacable (por fascinante) sucesión de hays, Georges Perec se acuerda de cuatrocientas ochenta cosas, instantes, personas o lo que sea. A partir de ahí, quedan unas hojas en blanco para que sigamos nosotros.
La fórmula podría invitar a la nostalgia o, en el caso de Perec, a la sistemática búsqueda de una infancia de la que apenas tiene algún recuerdo. Eso lo reservará para otros libros (una buena parte de su obra está basada en esa búsqueda de sí mismo), pero aquí, centrado como el mismo indica, en un arco que abarca desde 1946 a 1961, lo que se construye ante nosotros, fragmento a fragmento, es una historia del mundo. La de un mundo pequeño, cotidiano, francés (aunque, primer hecho asombroso, esa Francia es un país que hemos habitado de algún modo).
Están los anuncios publicitarios (que en aquel entonces eran lemas y carteles y tenían algo de justo, de sabiduría popular puesta al día), las noticias de la prensa, los programas de radio, la música (el jazz, la música clásica), las actrices de cine, los actores de cine, algunos escritores, algunos amigos a los que nunca conoció (intuyo que Boris Vian), otros a los que conoció bien (Raymond Queneau y sus Ejercicios de estilo). Lugares en los que uno estuvo, letras de canciones, versos sueltos. Un mundo, como decía, que se construye nombrando esos recuerdos. Porque, perdidos en nuestra cabeza, en algún lugar ignoto, vuelven a existir cuando son nombrados. Perec no necesita nada, solo unas palabras, una frase corta, a veces un poco más, no mucho más. Qué queda de nosotros, sino un montón de instantes.
Qué extraño mecanismo este Me acuerdo. Qué caja de los vientos. Una invitación a entender la literatura como juego y la vida como otro juego también. ¿No son la misma cosa? Cómo engañarnos. Cada vez que acabamos de leer un libro de Georges Perec tenemos la necesidad de seguirle, hacer igual que él. Reconstruir lugares, recuerdos, pensar, clasificar, especies de espacios. Aunque tras su inmediatez, su familiaridad, se esconden complejos andamiajes, con él nos parece posible contarnos de algún modo. Es más: tenemos la necesidad de escribirnos y de escribir sobre todo aquello que nos rodea o nos cruza. Lo suyo no es una invitación a leer, sino a escribir. Un acto de infinita generosidad.
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