Aquí estamos de nuevo, Bohumil Hrabal y yo. En un tiempo, caminaba entre los estantes de la biblioteca. Era un lector pobre. De una pobreza incapaz de acomodarse a una voracidad lectora, a una búsqueda constante de sensaciones. Todo estaba por descubrir. En aquellos tiempos, uno estaba solo, sin redes. Entonces, decía, caminaba entre los estantes de la biblioteca. Un día, estaba allí. Un libro con un curioso título: Trenes rigurosamente vigilados. Pequeño, frágil. Entonces nos conocimos. Bohumil Hrabal y yo.
Seguramente Trenes rigurosamente vigilados es la mejor puerta de entrada al universo hrabaliano. Como dice Monika Zgustova en su introducción para esta nueva edición de Seix Barral, es su libro menos experimental formalmente, aquel más construido según una estructura ordenada de las cosas. Hay una historia, una voz, una sucesión lógica (implacable) de las cosas. A la vez, ese despojamiento nos muestra el andamiaje sobre el que se construye la narrativa del escritor checo. Las voces, la ironía praguense, los márgenes. Lo cierto y lo incierto. El personaje de Miloš Hrma comparte ciertas experiencias con Hrabal (que ya había escrito un primer relato muchos años antes y lo dejó reposar, poniéndolo a prueba con sus palabristas de cervecería). Hrabal también fue un joven aprendiz de factor en una estación de tren durante la ocupación alemana. También vio pasar esos trenes rigurosamente vigilados, esos transportes especiales alemanes.
No hay ninguna épica como no hay ninguna épica en ningún libro de Hrabal. Vivir no es épico. La Historia con hache mayúscula es algo que queda muy lejos, que te pasa por encima como le pasaba por encima al soldado Švejk, que se limitaba a hacerse a un lado. No hay nada trágico. Al menos no más trágico que cualquier otra cosa. El verdadero drama de Milos no es la ocupación alemana sino su eyaculación precoz. Cierto: así no se puede ganar una guerra. Pero no menos cierto: así no se empezaría ninguna. Desde esa posición, no solo sus personajes, sino él mismo, vivirán todos sus infortunios, todas las ocupaciones, cambios políticos y prohibiciones como un acto más del que no se creen los protagonistas. Durante muchos años Hrabal escribirá para un cajón mientras sigue viendo pasar los trenes de la Historia.
Aún sin quererlo, Hrma tendrá que convertirse en un héroe (de esos que se olvidan fácilmente), como lo fue su abuelo, hipnotizador que pretendió detener los tanques alemanes con la profundidad de su mirada. Y lo logró, al quedar su cabeza enganchada en uno de ellos. Así ocurre todo. Con esa violencia, con esa inocencia. La violencia de una vida por construir, confrontada al erotismo que está por todos lados y a los alemanes, no menos presentes. Mientras el reloj de la estación sigue sonando bien, y las palomas siguen posándose y dejando (amorosamente) sus excrementos sobre el jefe de estación.
La vida está por todas partes. No en otra parte, como decía Kundera, sino en todos lados. En cada gesto, en cada acto. Pese a todo y contra todos. Dulce, triste, cruel, divertida. Cada cual tiene algo que decir, y Hrabal supo escuchar todas esas voces. Y devolvérnoslas en palabras. Y emociones. Tantas.
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