Tierra del fuego, de Mario Diament (Teatre El Musical, Valencia. Del 27 al 28 de enero de 2017) Dirección de Claudio Tolcachir | por Óscar Brox
En 1978, Yulie Cohen, una azafata de vuelo israelí de 21 años, fue herida en un atentado en Londres perpetrado por el Frente de Liberación Palestino. El ataque, que acabaría con la vida de su mejor amiga, devolvió a la memoria la tensión vivida durante las olimpiadas de Múnich en 1972, con la posterior contraofensiva de Israel para vengar la acción de Septiembre Negro y el bucle de violencia interminable entre dos pueblos, entre dos culturas y dos territorios. 23 años después, Cohen, que se había significado en la causa a través de diferentes acciones y grupos de discusión, pidió visitar en Londres al hombre que dos décadas antes estuvo a punto de asesinarla. Este giro de los acontecimientos debió llamar lo suficiente la atención del dramaturgo argentino Mario Diament como para armar, a partir de él, la obra que dirige su compatriota Claudio Tolcachir: Tierra del fuego. No en vano, el conflicto árabe-israelí dista, en la actualidad, de una solución, de un freno sobre la violencia étnica y una acción social, cultural y política que permita la conciliación, cuando no la convivencia, entre dos pueblos perseguidos por sus heridas.
Más que sobre el perdón, Tierra del fuego gira alrededor de la comprensión; quizá, también, de la compasión. La puesta en escena de Tolcachir y su equipo imagina un espacio diáfano; apenas unas sillas y una larga mesa, rematado por el juego de luces que dibujan sobre la pared el enrejado de la celda o la ventana del hogar. Esa aparente desnudez escénica permite a los actores compartir espacio en todo momento, de forma que cada uno de ellos se proyecte, en su silenciosa presencia, como la alargada sombra de las tribulaciones de su protagonista; esos lastres de los que su conciencia se intenta desembarazar; esas voces que, como un coro, se interrumpen y superponen sin dejar escuchar al otro. Al terrorista. Al hombre detrás del crimen imborrable. Al joven que fue y al adulto que se ha visto obligado a ser, privado de cualquier otra vida posible. De ahí que, ante todo, Tolcachir plantee el texto de base como un necesario recordatorio de la importancia de escuchar. De hablar, pese al dolor que produce cada vez que saltan los puntos de las viejas cicatrices.
La mayoría de personajes de Tierra del fuego manifiestan un ambivalente sentido de lo justo, el que atribuyen a sus respectivos dramas y el que rechazan conceder a quien identifican como el enemigo. Sucede en el tenso diálogo, casi monólogo, entre Yulie y la madre de su amiga muerta, y sucede también las conversaciones cotidianas con su marido. Cada vez que surge la idea de represalia, cada vez que la idea de justicia, cuando no de moral, pasa de ser una cuestión individual (la de Yulie para con su memoria) a otra de Estado. Y es que parece difícil plantear los argumentos del perdón y la culpa sin ceder al lastre colectivo de dos estados perseguidos por los errores de sus soberanos. Por Sabra, Chatila, los escudos humanos, los atentados en zonas de gran afluencia y el horror de la expulsión de la tierra materna.
En uno de los mejores pasajes de la obra, Hassan le explica a Yulie hasta qué punto el horror que llevó al pueblo judío hasta su tierra prometida se convirtió, con el expolio y el destierro, en el horror del pueblo palestino. De qué manera Palestina ha identificado en Israel el mismo Mal que aquellos encontraron en la Alemania de Hitler. La imagen, construida desde esa mesa de interrogatorio que separa a los dos personajes, no puede ser más poderosa al convertir un sentimiento de culpa colectivo en una cuestión individual, invirtiendo así los términos que señalábamos en el anterior párrafo. Al dejar a Yulie inerme frente a su identidad cultural; a lo que piensa, lo que siente y, sobre todo, lo que teme. En busca de comprensión, de compasión y, en definitiva, de otra alma que la escuche. Que lleve a cabo el difícil ejercicio de oír, de entender, unas palabras que a menudo preferimos olvidar. O enterrar, si tenemos los medios para ello. Pero que Diament y Tolcachir desnudan en el escenario, exponiendo con claridad una herida que no se cierra.
Dice Hassan que uno de los motivos que le condujo a enrolarse en el FLP fue el asesinato de Gasán Kanafani. Y en aquel episodio, una de tantas atrocidades perpetradas por el Mossad, flota el recuerdo de la trilogía palestina (rescatada en España por Hoja de lata) que Kanafani consagró al exilio forzoso de su pueblo; también, por cierto, al dolor que llevó por caminos equivocados a aquellos que fueron obligados a abandonar su hogar. Que dramaturgo y director evoquen al malogrado autor palestino no es asunto baladí, pues su obra oscila entre los extremos en busca de un punto de encuentro. De esa pizca de humanidad necesaria para entenderse; humanidad que no aporta la cobardía, el rencor o la mirada justificadora hacia la Historia (y qué interesante, por cierto, resulta el último episodio de la obra en el que Yulie se enfrenta a las convicciones de su padre). Porque en Tierra del fuego prepondera un sentimiento de hermandad que no es solo resultado de la vecindad entre israelíes y palestinos, sino de las heridas que, a base de infligirse mutuamente, han desfigurado sus respectivas historias. De ahí que, en un giro de la obra, se vincule el destino de la protagonista con el de su frustrado asesino (Wajdi Mouawad y su querencia por la tragedia griega como motor del drama estarían de acuerdo). Tal vez, pensamos, para plasmar con la mayor cercanía las raíces de un drama que surcan el mismo territorio. El de la moral, el de los hombres. El de los sentimientos.
No debe sorprender, pues, el éxito de Tierra del fuego. Su medido elenco de actores enfrenta con justicia unos diálogos moralmente afilados, en los que flota el rencor y el miedo a la culpa colectiva. De ahí ese afortunado hallazgo escénico que convierte a la mesa en una suerte de interrogatorio portátil mediante el cuál su protagonista ajusta cuentas con los diferentes personajes de su pasado. Tal vez por eso, uno tiene la sensación de que Tolcachir y Diament, así como su equipo artístico y sus actores, han exprimido las posibilidades dramáticas de una pieza que apela a nuestra conciencia, esta sí individual, para saber cómo sortear las trabas que las identidades nacionales y los imperativos morales colocan a la hora de buscar la reconciliación. O, si acaso, de hablar de motivos, de causas y consecuencias. Eso que Yulie Cohen aborda en su proyecto Forgiveness y que este montaje teatral no deja de explicitar en cada una de sus escenas: el de Israel y Palestina es un diálogo contra el olvido. La memoria de unas heridas en busca de comprensión.
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