Francisca Pageo | Pierre Clementi

El veinticuatro de julio de 1971 Roma amanece bajo un calor asfixiante. En pleno corazón del verano, Italia bulle todavía sobre los rescoldos del autunno caldo. Aún no se han enfriado los diecisiete cadáveres de Piazza Fontana, Valpreda está en el trullo y a Pinelli la pasma le ha enseñado en qué consiste practicar el vuelo sin motor. Una vez más el Estado italiano le ha declarado la guerra abierta a su sociedad civil, y de momento parece ir ganando. Gladio hace de las suyas y se encarga de aplastar a esas fuerzas subversivas que la burocracia sindical y estalinista no consigue encauzar de manera eficaz. La mafia, la extrema derecha y las fuerzas del orden oscilante, bajo la protección de la CIA, llegan a donde no alcanzan los esfuerzos recuperadores de las viejas organizaciones de la clase obrera. Las cárceles de toda la península empiezan a llenarse de rebeldes, pero la ola represiva barre también con todo aquello que pueda identificarse de lejos o de cerca con estas nuevas clases peligrosas. Puede que los hippies, los fumetas, loscapelloni no constituyan más que la periferia lúdica del movimiento, pero su rechazo del trabajo y de las instituciones tradicionales del viejo orden burgués los convierte cuando menos en enemigos potenciales del Estado asediado. Carne de talego, pues.

Así que situémonos. Veinticuatro de julio de 1971, primera hora de la mañana, Roma, número cuarenta y cuatro de la via di Banchi Nuovi, el comienzo de lo que en otra época se conocía como “via papalis”, un punto más o menos equidistante entre el lugar en el que el puente del Príncipe Amadeo cruza el Tíber y la famosa Piazza Navona. El centro del centro de un país que está viviendo los efectos de una contraofensiva contrarrevolucionaria. Un coche se detiene ante el portal de este viejo edificio renacentista ubicado entre los palacios Taverna y Farnèse: laguardia di finanza, los estupas italianos, han recibido información de que en uno de los apartamentos del inmueble se consumen sustancias estupefacientes ilegales de forma regular. El piso en cuestión está a nombre de una tal Anna Maria Lauricella, una joven a la que en las calles del Trastévere se conoce como la Medusa, tal vez por esas guedejas de color escarlata que la mujer acostumbra recoger en un moño vertical en lo alto de la cabeza. El teniente Betti hace sonar el timbre y un chavalín de unos cinco o seis años abre la puerta. El crío se llama Balthazar, como el burrito de la película de Bresson, Balthazar Clémenti.

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Número siete
Nuestro tiempo
Collages: Francisca Pageo


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