Total Khéops, de Jean-Claude Izzo (Akal) | por Óscar Brox

Total Khéops | Jean-Claude Izzo

En estos tiempos de desencantamiento y corrección, donde los fenómenos editoriales deforman el sentido de un subgénero literario como la novela negra, toparse con un escritor como Jean-Claude Izzo es como escuchar una improvisación de Thelonius Monk o dejarse arrastrar por películas con oficio como Tres aventureros. El grado de autenticidad y apasionamiento de lo que cuenta queda plasmado en cada hoja del libro. Con independencia de los altibajos narrativos o de lo interesante que pueda ser la trama policial que enmarca las vivencias de Fabio Montale. Izzo respira a través de cada palabra, de cada expresión y cada recuerdo que evoca con la sencillez de quien puede decir que lo ha vivido.

Ahora que nuestras ansias europeístas nos hacen creer en macroestructuras políticas que solo unen fuerzas para imponer sanciones o reclamar dinero, nunca está de más acercarse a esa otra Europa cuyo fermento ha tenido lugar en puertos de entrada como el de Marsella. En un crisol de nacionalidades que encontraban en cada barrio su identidad y su idiosincrasia, pasaporte marsellés y sentimiento de que uno nunca olvida su paese de origen. Corsos, españoles, armenios, argelinos o italianos. La Marsella que describe Izzo es un hervidero cultural, siempre marcado por la tensión política del presente y las deudas contraídas con el pasado, entre las cités segregadas racialmente y la ciudad por la que callejea día tras día mientras recaba vivencias. De ahí, en fin, que Total Khéops sea, ante todo, una novela política y el relato de una ciudad donde se vive y se muere, donde la mafia corroe menos las estructuras que los discursos del Frente Nacional; donde la memoria está siempre atenta a evocar la historia de aquellos chavales que elegían el crimen porque no tenían otra cosa que elegir. Robar o matar en Djibuti por una guerra de mierda. Morir en el desierto argelino o vivir deprisa mientras las fuerzas aguanten un nuevo palo.

Total Khéops, el primer escalón de su trilogía marsellesa, se centra en la relación de amistad, tan imborrable como intermitente, entre el ya veterano policía Montale y sus dos amigos de toda la vida, Manu y Ugo. Una amistad que se esparce por las páginas, pero que su autor narra fundamentalmente a través de las mujeres que han marcado la vida de esos tres amigos. Las que han pasado, las que se han quedado, a veces por mucho tiempo y en ocasiones solo por unos días, y las que nunca han podido tener. Que Izzo guarda un marcado acento hedonista es indiscutible, cada vez que su protagonista riega una conversación con recetas gastronómicas, escapadas en barco o litros de buen y mal alcohol. Sin embargo, hay en ese romanticismo crepuscular que exhibe Montale tanta vida acumulada que cada mujer (Lole, Babette, Leila, Marie-Lou, Honorine, Rosa, etc.) evocada es como un pedacito de Marsella que el comisario ha cultivado en lo más profundo de su ser. Algo por lo que se vive y se muere, por lo que se pelea hasta el último aliento, porque nada tan intenso como eso se vive dos veces. Por eso, entre réplicas agudas y personajes inolvidables, Izzo siempre hace sobresalir el poso de eterna nostalgia que baña las promesas de unos tiempos mejores que, en fin, solo han conseguido ser menos malos. La nostalgia del olor a albahaca y del calor de la piel de Lole, de la seguridad personal de Leila y la fragilidad emocional de Marie-Lou, el aire maternal de Honorine y la complicidad total de Babette.

Por la novela de Izzo circulan criminales de poca monta, abogados, proxenetas, mafiosos con pedigrí y fascistas con carnet. La mayoría mueren entre ellos, porque el equilibrio del orden y el caos total nunca han hecho buenas migas entre los delincuentes. Montale solo acompaña esa travesía de sangre y disparos mientras ensambla las piezas de su propia vida, en la que añora aquel compadreo juvenil en una ciudad abierta de par en par y se pregunta qué habría sido de los últimos cuarenta años si las cosas no se hubiesen torcido de esta forma. Imposible saberlo. Cada uno de ellos, Manu, Ugo y él mismo, eligió lo que pudo, siempre perseguido por ese sentimiento de indefensión que les susurraba al oído que cuando nacen no pueden esconderse; siempre encandilados por el sueño de vivir, de amar a su mujer -casualmente la misma, Lole- y escapar a otro lugar donde la tormenta no les alcance.

A diferencia de Manchette, la otra gran visión política del polar, Izzo no es un nihilista; tampoco un cretino que venda ideales postizos y relatos de saldo. La fuerza narrativa que despliega Total Khéops radica en la energía con la que su autor se entrega a describir una vida que, al fin y al cabo, bien podría haber sido la suya, para la que nunca está de más aventurarse bajo un heterónimo. Lo hermoso de su novela es que, como él mismo se encarga de anotar entre sus páginas, hay que leerla de la misma manera que un visitante debe caminar por Marsella como turista: en lugar de buscar monumentos que no existen, o grandes tramas para las que no queda gasolina suficiente, lo importante es callejear. Perderse por sus ritmos y pintoresquismos, entre el puerto y los barrios, con una copa de pastís y la mirada entelada por las lágrimas de un pasado que pasado está. De eso trata Total Khéops: de vivir y morir en Marsella.


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