Cerco, de Carl Frode Tiller (Sajalín) Traducción de Cristina Gómez-Baggethum | por Óscar Brox
Decía Rodolfo Fogwill en su presentación de los cuentos de Kjell Askildsen que aquel era un artista del narrar, capaz de crear con lo mínimo un mundo de enorme resonancia moral. Tal vez al autor de Los pichiciegos también le inquietara la facilidad con la que la literatura noruega penetraba en la fachada de orden de su sociedad hasta resquebrajarla. A partir de las cosas más insignificantes, precisando que tras esas pequeñas derrotas cotidianas se halla el foco del problema: la eterna aspiración a proporcionar un poco más de densidad sobre unas vidas demasiado monótonas, demasiado mediocres. Sin profundidad. La generación a la que pertenece Carl Frode Tiller, la misma que ha abanderado a Karl Ove Knausgard como fenómeno literario, ha acentuado, si cabe, esa sensación de incomodidad. De pensar, cuando no dudar abiertamente, si hay algo por exprimir en unas memorias vitales que discurren con tranquilidad. A qué se debe, en definitiva, que nos conozcamos tan poco. O que, simplemente, no queramos conocer, explorar, incluso expresar, nuestros rincones más íntimos.
Cerco es un proyecto literario ambicioso, en tanto que ha producido varias continuaciones. Pero lo es, fundamentalmente, por su empeño a la hora de construir, a partir de los recuerdos e impresiones de un grupo de personajes, la intimidad de su protagonista. Al mismo tiempo que esa memoria compartida dibuja un contexto y una época, una historia de deudas y dolores, de mentiras, secretos e identidades escondidas o silenciadas, heridas y cicatrices que la prosa de Tiller expone sin pudor. Así, la premisa inicial presenta a un personaje, David, víctima de la amnesia, que pide en un anuncio público que todo aquel que haya compartido alguna experiencia en el pasado le ayude a recordar quién fue, quién es. Esa demanda dispara el relato en varias direcciones concretas: hacia la adolescencia de los protagonistas, hacia una primera madurez y hasta la siempre conflictiva relación entre padres e hijos. O lo que es lo mismo: las historias conectadas de Jon, Arvid y Silje.
Tiller se vale de sus personajes para conformar un paisaje, el de la Noruega de principios de los 80, marcado por los problemas de identidad sexual, la convivencia monoparental, los hogares adoptivos y las crisis que en algún momento sacuden a la adolescencia. Y para ello deja que, en forma de carta o de correo electrónico, sus protagonistas aborden a tumba abierta aquellos sentimientos que en el pasado se cubrieron de titubeos, tentativas frustradas y callejones sin salida. Así, explora la tendencia a la autocompasión de Jon, el eslabón más frágil del grupo, marcado por su homosexualidad reprimida hasta el punto de obligarse a intentar formar una familia tradicional. O la ansiedad de Arvid de encajar, siendo un representante de la iglesia, en el entorno secular de la familia de David. O el temor de Silje a descubrir que su necesidad de dar rienda suelta a la creatividad artística no supone más que un blindaje frente al mundo mediocre al que tanto teme pertenecer.
Cerco retrata de manera descarnada los sentimientos de sus personajes, puesto que cada una de sus páginas describe la larga confesión que unos y otros han callado en el tiempo. Que expresa todo lo que han sido, pero también todo lo que ha sido David. La incertidumbre sexual que le llevaba a acostarse con Jon, la debilidad de la estructura familiar que soportaba junto a Arvid o la deriva que los sueños culturales, que el horizonte vital, marcaba con Silje. El engaño, el egoísmo o la necesidad de reprimir una y otra vez esa sensación de fracaso que atenazaba sus vidas. Que requería, tal vez, de una voz al otro lado. De menos distancia. De ese gesto de empatía que suavizase la percepción de vivir inmersos en una realidad insignificante. Sin la posibilidad de estrechar los vínculos afectivos, negándolos hasta pulverizarnos en una eterna huida hacia delante.
La principal virtud de Tiller reside en su capacidad para fintar el regodeo en la miseria ajena y preservar el dolor, el rencor, la tristeza o la agonía de sus personajes. Eso que cada uno de ellos explora cuando todo parece perdido. Cuando se ha alcanzado la soledad (como Jon), cuando se acerca la muerte (Arvid) o cuando se vive la incomprensión (Silje). Eso que, en una ampliación del mapa, su autor asocia con los vicios de la misma Noruega. Con la actitud cómplice que bajo la marca del orden y la eficiencia esconde el signo de su mediocridad, de sus terrores íntimos y de sus anhelos inalcanzables. Por ello Cerco se antoja un libro tan cercano, lleno de cicatrices y de monólogos hirientes en su desnudez. En su manera de exponer sin ambages ese dolor que atenaza el alma. Esa identidad tan herida, tan a recomponer, que lleva a sus protagonistas a volcarla en el relato de un hombre que ha perdido su pasado. O que lo ha olvidado deliberadamente. Pero sin el cual, tal vez, nada de todo eso tiene sentido. Porque es a través de esa memoria compartida como se puede recuperar las páginas de su crónica familiar. De crear con lo mínimo un mundo de enorme resonancia moral.
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