El chico a quien criaron como perro, de Bruce Perry y Maia Szalavitz (Capitán Swing) Traducción de Lucía Barahona | por Juan Francisco Gordo López

Bruce Perry y Maia Szalavitz | El chico a quien criaron como perro

«Este niño se porta mal en clase, no atiende, se distrae, arma jaleo y replica a voces sobre cualquier llamada de atención del profesor o incluso sus compañeros de clase. Este niño tiene un trastorno por déficit de atención, o TDA».

Es sorprendente la cantidad de veces que se juzga este tipo de comportamientos erróneamente y se le diagnostica al chiquillo este tipo de trastornos, cuyos síntomas son muy similares a los del trastorno de estrés postraumático, o TEPT, el mismo que presentan los soldados que regresan de la guerra de contemplar horrores.

Pero este error fundamenta sólo uno de los casos que Bruce Perry expone en su libro, El chico a quien criaron como perro, y es un desliz muy común dentro del ámbito de la psiquiatría. El resto de niños, créanme, les removerá algo muy profundo que hará que tal vez reconsideren cómo tratar a un infante cuando les saquen de sus casillas.

Con una prosa magistral, el Dr. Perry nos va conduciendo a través de los estrechos recovecos del cerebro, con expresiones y terminología que, para evitar el fárrago, su colega Maia Szalavitz se ha encargado de traducir al lenguaje cotidiano.

No les voy a engañar, es un libro crudo y tremendo, pero la satisfacción que se siente al comprender cómo el medio ambiente social determina la salud mental (y en la mayoría de ocasiones física también) del niño abre de par en par las puertas de la compasión y la autoevaluación.

¿Estaré fomentando un comportamiento positivo en mi hijo? ¿Supondrá aquel episodio al que yo no di importancia y en el que corregí su actuación con un tortazo un trauma que lo marcará de por vida? ¿Estaré dejando a mis hijos en buenas manos cuando contrato a una niñera? Son dudas sensibles que puede plantearse cualquiera con la lectura del libro, aunque lo realmente importante calará más allá de la exposición de los traumas infantiles.

Y es que es necesario, y el autor insiste constantemente en ello, que la infancia sea un tiempo de exposición social sana, de mimos y cariños, de interacciones con el niño, de educar con la atención puesta en la reciprocidad de elementos positivos y agradables. En definitiva, de exponer a una edad temprana los afectos de y hacia el niño y la importancia que tienen para un desarrollo normal posterior.

Es en los cuatro primeros años de vida de cualquier humano cuando se desarrolla la mayor parte de su capacidad cerebral, por lo que cualquier detalle mínimo, cualquier acción que a un adulto nos pueda parecer traumático, en la infancia puede suponer un cambio radical en la manera de asimilar la realidad del niño.

La editorial que ha sacado esta joya en castellano, Capitán Swing, nos tiene acostumbrados a libros tremendamente interesantes y, en ocasiones, como esta, tan brillantes que cuesta despegarse de ellos.

Me gustaría serles sincero: he reescrito esta reseña varias veces y ninguna de mis palabras pueden ser lo bastante elocuentes como para destacar la importancia que considero que supone la lectura de este libro. Imprescindible, a mi entender, para cualquier individuo con sensibilidad. Una obra que deberíamos tener a mano en cualquier momento tanto para reflexionar como para aprender, esa capacidad que tan obsoleta tenemos los adultos.

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