La caja negra, de Alek Popov (Automática) Traducción de Viktoria Leftérova y Enrique Maldonado | por Juan Jiménez García

Alek Popov | La caja negra

No hay mucho que contar de Alek Popov. Es búlgaro, y eso le confiere ya un algo de exótico (excepto, seguramente, para otro búlgaro). Intento pensar cosas o personas que también son búlgaras y no me salen muchas. Nada. No recuerdo nada más que sea búlgaro, aparte de Alek Popov y la ciudad de Sofia, pero sin duda es un país que existe. De hecho, si hacemos caso al propio Popov, puede llegar a ser tan profundo como un rincón de África y tener sus propios misterios. El caso es que esta es la historia de un padre y dos hermanos, la historia de los hombres Banov. Unos van y otros vuelven y no se siempre van y vuelven en las mejores condiciones. El padre, un ilustre matemático, se fue hace años, hizo algo de fortuna y volvió convertido en cenizas. Su hijo, Ned (Nedko), se marchó a Nueva York y allí hizo fortuna como consultor en una empresa dedicada a trapichear por el mundo entero y trasladar las bondades del capitalismo a cualquier rincón. Una de esas empresas que son difíciles de explicar pero que ganan mucho dinero y entonces demuestran que el capitalismo es bueno, porque mira lo bien que les va a ellos. Tiene una situación privilegiada (que se puede ir a freír monas en cualquier momento), un apartamento bien y no quiere ningún compromiso. El otro hijo del reducido a cenizas catedrático Banov es Ango (Angel). A él le ha ido peor en la vida, porque tuvo la ocurrencia de hacerse editor, allá en Bulgaria. Y no es que hacerse editor fuera de Bulgaria no sea una ocurrencia, pero en Bulgaria… El caso es que no ha hecho nada con su vida, y como ha conseguido ser uno de los afortunados en tener la tarjeta verde norteamericana, allá que se va con su hermano.

El destino (que es lo que nos pasa cuando no estaba previsto y queremos darle al azar un nombre más potente) hace que Ned tenga que volver a Bulgaria (es decir, al corazón de las tinieblas), y Ango se quede allá, con su nuevo oficio, un poco diferente (o no) al de su pasado búlgaro: paseador de perros. Como en este mundo ya no hay nada fácil, pasear perros se convierte en una complicada historia de sindicatos enfrentados, femme fatale, mafias, comida para perros, secuestros, policías corruptos y encuentros en el parque. Nada que no pueda enfrentar un antiguo editor. Y todas estos acontecimientos, además, acabarán por cruzarse con los propios del consultor Ned, pero esa es otra historia a la que ya llegará el lector por sus propios medios. Aprovechamos para volver a Ned. Habíamos dicho que estaba volviendo al corazón de las tinieblas. Si para Conrad se llegaba en barco y estaba en algún lugar remontando un río, para Popov se llega en avión y luego en coche y está en una fábrica, donde uno de los consultores estrella de la firma se ha atrincherado y se dedica a asesorar a los nativos obreros. Kurtz (el de Conrad y el Popov) ha cambiado su visión del mundo y, por supuesto, eso quiere decir que se ha vuelto loco. A partir de aquí, también dejamos al lector que siga por su cuenta para conocer las consecuencias de esa locura en su propia vida y en la de Nedko.

Alex Popov es un escritor satírico. Es decir, que se ríe de la realidad que nos rodea, en vez de lo habitual: la realidad riéndose de nosotros. Para ello, como acabo de hacer, solo hay que darle un poco la vuelta no a las cosas, sino más bien a las palabras. Vivimos en un mundo tan serio que la ironía se ha convertido en algo indistinguible. Nuestras vidas son más o menos serias según el tono en el que se cuenten, y tal vez solo esa capacidad de vernos con el humor necesario, nos salvará de muchas cosas. La ironía suele ser compañera de piso de la desesperación. Como la respuesta a una picazón que tenemos en nuestra cabeza. La caja negra de los accidentes trágicos, aquella capaz de rebelarnos qué ocurrió, de arrojar luz. Pero cada vez entendemos menos la ironía y el sarcasmo. Todo es muy serio o muy ridículo y  si te ríes estás perdido. Por eso no está mal que alguien en algún sitio que se llama Bulgaria (y que parece ser que sí que existe) siga intentándolo. Siga intentando explicarnos algunas cosas del mundo de hoy a través de una historia disparatada, divertidísima. Y es que ya no es necesario viajar al corazón de las tinieblas, sino más bien las tinieblas vienen a nosotros. Necesitamos un Kurtz. Al menos un loco, para encontrar el orden lógico de las cosas.


Nota póstuma: Sí, había algo más búlgaro: Yordán Radíchkov. Precisamente Automática publicó El abecerario de la pólvora y El arca de Noé. ¡Bulgaria existe!



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