Ver es un todo. Entrevistas y conversaciones 1951-1998, de Henri Cartier-Bresson (Gustavo Gili) | por Sandra Martínez
Una vez más, la editorial Gustavo Gili da lugar a un objeto de fetiche con sus exquisitas ediciones, donde Clément Chéroux y Julie Jones recogen para nosotros unas cuantas de las escasas palabras que llegó a pronunciar Henri Cartier-Bresson sobre su concepción de las cosas. Tras las cubiertas gris perla de este libro lo tenemos a él, sentado en un cómodo sillón, esperando para charlar con diversas personas mientras nosotros, atentos, escuchamos sus inteligentes palabras sobre las cuestiones humanas. Llegando a tener la sensación de que somos nosotros a los que espera para abrir la boca y comenzar a hablarnos de su vida.
Partiendo de su condición libertaria respecto a todas las cosas, basada en una postura contraria a todo poder y que él asegura que está presente en cada uno de sus actos a lo largo de toda su vida, vemos que hasta las actitudes más puristas de Cartier-Bresson están impregnadas de ese espíritu de libertad. Empezando por su forma de entender el acto creativo y las distintas disciplinas existentes dentro de este campo o, como él las llama, medios de conocimiento. «No existe relación alguna entre el dibujo, la pintura y la fotografía —dice— salvo la mirada; lo capital para mí es la mirada, pero recurrir a un instrumento u otro tiene sus consecuencias».
Pese a que comienza con la pintura, pronto hace de la fotografía su lenguaje predilecto por un gran espacio de tiempo. Su acercamiento a la técnica pictórica viene dado por la admiración hacia el profesor André Lhote, del que durante dos años recibió clases de pintura. Algo que entiende Henri Cartier-Bresson es que ambas actividades son diferentes y que la fotografía debe ser autónoma y no puede intentar copiar a la pintura, porque entonces estará perdida.
Así, se adentra en el universo de las fotografías, que le otorga el reconocimiento que posee actualmente, y que para él acaba siendo lo mismo que es la literatura para Proust en En busca del tiempo perdido: «la vida, la vida por fin reencontrada». En este campo algunas de sus convicciones son la imposibilidad de reencuadre y su fidelidad al blanco y negro, que según él porporcionana a la fotografía una abastracción y una fuerza emotiva extraordinarias, aparte de que la relación entre los colores es más difícil y no posee tanta potencia. Dice al respecto del color que después de trabajar con él —una única vez— no queda satisfecho y cree que «si hay tiendas especializadas en el color es porque corre la idea de que eso vende. Si encontrasen el medio de conseguir que también se oliera, lo harían». Con este mismo tono, presente en gran parte de las entrevistas, se esfuerza en aclarar que no inventó el término del «instante preciso» que se le atribuye, y aclara que su obra no es ficción sino documental, porque parte de la realidad al carecer de imaginación literaria, y la fotografía documental a su vez es una excusa para librarse de etiquetas como la de «fotógrafo surrealista», de la que le advirtió Robert Capa.
Después de militar en el Partido Comunista por culpabilidad y vergüenza de su origen burgués, y después de la guerra, en 1947, participa en la creación de la agencia de fotografía Magnum; una de las cosas por las que es más conocido, porque piensa que las creaciones necesitan ser comunicadas. Junto a Capa, David Seymour y Maria Eisner, joven judía que había huido de Alemania y tenía una pequeña agencia de fotografía, se organiza en esta agencia donde podían elegir los temas que trataban y rechazar aquellos que no les interesaban. Nos dice que en ese sentido no eran mercenarios y que tenían problemas de dinero. «¡Cuántas veces nos encontramos al borde de la quiebra!», asegura. Pero para Henri la fotografía no es un trabajo sino, como le dijo un amigo suyo que se dedicaba a la medicina, un «duro placer». Desde entonces siempre lo define así, cosa que le recuerda al ensayo de Paul Lafargue El derecho a la pereza, cuya tesis apasiona al célebre fotógrafo.
A él la fotografía solo le interesa por la mirada sobre la vida, «una suerte de interrogación perpetua con una respuesta inmediata». Es por eso que al final de su vida deja a un lado la fotografía para dedicarse al dibujo, que antes no controlaba en absoluto, aunque continúe realizando retratos fotográficos. Cartier-Bresson, ahí sentado todavía, nos dice que el placer es idéntico en ambas, que consiste de igual forma en luchar contra el tiempo. Solamente que, mientras que la fotografía es una acción inmediata que le interesaba de más joven, el dibujo es una meditación a la que ahora dedica la mayor parte de su tiempo. Y tan apasionado como prudente, tal y como se muestra en cada una de sus palabras, nos deja con sus pensamientos entre nuestras manos haciéndonos sentir privilegiados y felices por haberle conocido un poco más.