En 1966, tras una serie de viajes que le llevaron por la India, Sudán o Nigeria, Pier Paolo Pasolini desembarcó en Nueva York. En su época más febril, América era la cuna de revueltas y rebeliones sociales, comunas y sociedades larvadas en los márgenes del sueño capitalista; auténtica subcultura que el progreso burgués no había devorado todavía. Eso mismo que Pasolini encontró en los muchachos del arroyo y volcó en la primera parte de su carrera, la que se abrió en 1961 con Accattone. Vidas violentas, juventudes fugaces. Tiempos que lo fiaban todo al sálvese quien pueda, que negaban a sus protagonistas la posibilidad de soñar otro futuro. Personajes furiosos y marchitos, explotadores y explotados, a los que la mirada de Pasolini seguía con insólita ternura, como si en sus desgracias encontrase eso tan sagrado que intentó localizar a través del cine. La pureza en lo grotesco, la poesía en los arrabales, en el rostro cincelado a golpes de Franco Citti y en ese paisaje del extrarradio romano hecho de arena y piedra.
Pasolini regresó una segunda vez a Nueva York, solo para descubrir que aquella subcultura en la que se sentía menos solo se había evaporado. Como los chavales del extrarradio, definitivamente absorbidos por el desarrollismo italiano, rendidos ante un sueño de futuro que abandonaba cualquier tentativa de gestos airados. Accattone ya no podía ser un vulgar proxeneta de vida triste y auténtica, perdido en sus tribulaciones de poca monta y en la agonía de no llegar a ser quien realmente quería. Todas esas hierofanías, momentos de lo sagrado que creyó ver en las vidas malgastadas, en la violencia de una existencia al margen, desaparecían. Eso que Accattone ponía en escena, en un ambiente plomizo e irrespirable, ya no encontraba su lugar. La obra de Pier Paolo, por tanto, ya no se caracterizaba por su independencia, sino por su soledad. Como un sueño que le abandonaba repentinamente.
Al mismo tiempo que Accattone paseaba su pena por los suburbios de Roma, en Taiwán eran tiempos de una nueva juventud. Apretados junto a las mesas de billar, los jóvenes veían pasar los días entre discos de The Platters y cigarrillos americanos. Aún faltaban unos cuantos años para que el país, definitivamente, se emancipase y obtuviese un estatus político propio. Sin embargo, Hou Hsiao-hsien filma cada escena con la ligereza del tiempo suspendido, como si entre el humo y la iluminación artificial de las salas de billar tuviesen lugar una revolución y un acercamiento. Otro sueño, otra realidad. Esa realidad que su cámara recorrerá entre el pasado y el futuro, entre las casas de techos bajos y los grandes edificios que advierten la expansión del país hacia el nuevo mundo. Ese nuevo mundo en el que, pese a todo, las revoluciones son posibles. Aunque la revolución, como la libertad, consista en jugar al billar o en pasear en motocicleta por la ciudad.
En tres tiempos bien diferenciados, Hou reconstruye una biografía emocional, Tiempos de amor, juventud y libertad en los que, pese a las dificultades sociales, una intimidad consigue resistir los sucesivos envites. Entre las clases desiguales, la movilización para las maniobras de guerra o la compleja maraña de estímulos que segregan las cosmópolis. Eso tan humano que caza pacientemente la cámara de Mark Lee en los rostros de Shu Qi y Chang Chen. Unas emociones que florecen, una juventud que olvida lo que significa echar algo de menos, un amor que se vive a través de la delicadeza de sus gestos. Un sueño que nunca termina.
Antes de morir a causa del tifus en el campo de concentración de Terezín, en el año 1942, Robert Desnos dejó escrito un último poema a su mujer. En sus versos se concentra esa fuerza prodigiosa que las imágenes de juventud de Pasolini y Hou conjugan en sus respectivas películas. El aliento de un último sueño, de su ambición eternizadora, la de una Arcadia que dura para siempre. Esa sensación que el cineasta taiwanés encuentra en un paseo en motocicleta con sus protagonistas, tan largo que no parece conocer un final. Como la promesa de no despertar de ese sueño.
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