Entonces, todo da un vuelco. La monotonía de todos los días, todos los meses y años, se rompe. Se rompe porque esperaba ser rota y cualquier cosa vale. Una catástrofe o el más mínimo misterio. Como si en nosotros se escondiera una grieta, que, golpeada (aun tímidamente) fuera capaz de reducirnos a añicos. Zebercet está ahí, en el Hotel Madrepatria, una casa de burguesía venida a menos convertida en hostal, apenas eso, hotel. Todo se cae a pedazos, todo se diluye en el tiempo transcurrido. Él sucedió a su padre pero a él nadie le sucederá. No es una certeza, solo una intuición. Cuando escribí sobre otro libro de los pocos de Yusuf Atilgan (igualmente publicado por Gallo Nero), Un hombre ocioso, escribí sobre la atracción por la soledad que sentía su protagonista. Como no volver ahí. Y no es que aquí ese sentimiento sea algo buscado, sino más bien el producto de una deriva, de una búsqueda inconsciente del vacío.
Entonces, decía, aparece una mujer en el Hotel Madrepatria. Su presencia es un misterio. También su nombre. Zebercet no insiste. Se quedará unos días. Habrá tiempo de saber. Pero a la mañana siguiente se marcha y de ella solo queda una toalla y la espera de alguien más que tiene que llegar a su encuentro. La relación de Zebercet con las mujeres es follarse a la de la limpieza mientras duerme. Es un ritual más en su mundo lleno de rituales vacíos. Vanos rituales. Los mismos clientes, las mismas habitaciones. Por eso, cuando decide inventarse los clientes, no hace más que repetir los que vinieron el año pasado. Sus clientes, esas personas de paso, esos encuentros ocasionales, prostitutas, prostitutos, algún viajante. Todo seguía el orden imperturbable, establecido desde el principio de los tiempos. Hasta ese encuentro.
Intenta salir a la calle, buscar algo de aire, recorrer esa ciudad que está más allá de la entrada del Hotel. En vano. No vale la pena. Solo encerrado en su pasado, destruido por el presente, puede acabar con su futuro. Un futuro que no le importa nada, un futuro en el que nadie tiene cabida. Tampoco él. Todo sobra. Su esperma se derrama como se derrama su vida. La rutina deja paso a la obsesión, que es una manera de volver esa rutina violencia. La violencia engendra la locura. La locura engendra la violencia. Todo sucede tranquilamente. Eso es lo terrible. Un cartel: Cerrado. A partir de ahí se deja llevar, entre convulsiones, a otro lugar. Alberto Savinio hablaba del “otro”. En algún momento, Zebercet es reemplazado por ese “otro”. O no. Ambos conviven en un mundo precario, de emociones simples, primitivas, demasiado cercano a la muerte.
Hotel Madrepatria es el tránsito de la nada hacia el vacio. Terrible, implacable. Pensé (sin saber que ya había sido llevada al cine en los años ochenta) que Zeki Demirkubuz hubiese realizado una brillante adaptación de ella. El cruce de caminos es Fiódor Dostoyevski. Allí se encuentra un cierto cine turco. Allí está este lugar. La escritura de Atilgan es capaz de construir un laberinto con forma de pasillos y habitaciones. Es capaz de ser atrevida sin perderse en vanas experimentaciones. De sumergirnos en un viaje no solo al final de la noche, sino del tiempo.
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1 thought on “ Yusuf Atilgan. El tránsito de la nada hacia el vacío, por Juan Jiménez García ”