Adam Haberberg, de Yasmina Reza (Anagrama) Traducción de Gonzalo Garcés | por Juan Jiménez García

Yasmina Reza | Adam Haberberg

Podemos pensar en Adam Haberberg de distintas maneras (algunas rozando el absurdo) y seguramente pocas serán ciertas si nos olvidamos de la propia Yasmina Reza. Si nos olvidamos de su innato interés por la burguesía o por los personajes instalados en una edad media, digamos entre los cuarenta y los cincuenta, enfrentados a ese momento en el que ya parece demasiado tarde para muchas cosas y demasiado pronto para dejarse llevar, por no decir sobre la posibilidad de cambiar. Haberberg, en este sentido sería emblemático. Escritor de novelas populares bajo seudónimo, enfrentado a la posibilidad, casi certeza, de quedarse ciego de un ojo por una trombosis (y aún puede ser peor), con una mujer que no le quiere (e incluso se podría decir que le desprecia), Iréne, y a la que da por perdida, cuando no por desagradable. Dos hijos, pequeños, y la ambición de ser un escritor de verdad, digno de aquel talento que se le presentía, allá, en sus comienzos. Sentando en el Jardin des Plantes, mira los avestruces, piensa en esa vida, acuna la enfermedad. En eso está cuando aparece Marie-Thérèse Lyoc, salida de la noche de los tiempos. Es decir, de su juventud. No recuerda mucho de ella ni de ellos, sus compañeros de estudios. Ella, sin embargo, parece no haber olvidado nada. Se casó con uno de ellos, se separó, ahora vende merchandising, pero no como esos vendedores solitarios de antaño (lectores de las novelas de Adam), sino con alegría y modernidad. A él le gustaría que todo quedara ahí, en ese encuentro fugaz, que se vaya y poder seguir lamentándose. Un poco como su matrimonio. Conservar el tedio. Pero el escritor popular tiene la costumbre de pensar en algo y responder de forma diferente, de modo que cuando ella le ofrece ir a cenar a su casa, en la lejana Viry-Châtillon, acepta. Sigue pensando en sus cosas, mientras recorren esa interminable sucesión comercios de carretera, de inspiración poligonera. Las periferias tristes. Su soledad, que lo ocupa todo, es punteada por la conversación de ella, en la que no logra conectar como ya no conecta con nada, ni mujer, ni hijos, ni él mismo, aún sin salir del estrecho perímetro delimitado por los días que pasan, los que pasaron y los que vendrán, grises, oscuros, tal vez negros. 

Invoca a Dios para que le permita convertir la existencia real en literatura. Dios se lo concede a Yasmina Reza. En ese personaje asustado por tener que renunciar a lo que nunca tuvo, encontramos a uno más de esos perdedores, de esos fracasados, a los que consume la ansiedad de saber que no son más que eso, pero que se resisten a la siguiente, penúltima, antepenúltima derrota. Como esos avestruces del zoo, ansía meter la cabeza bajo tierra a discreción. La huida es su estado natural y la desesperación una especie de constante vital. Le gustaría ser indiferente a todo, considerarse educado e incluso justo, pero en su cabeza se instala la frustración y la rabia, la misantropía, y los pensamientos vergonzantes. Así cenan, y así recuerdan ese borroso pasado en común, con algún secretillo sin importancia, pero se les va de las manos. Siempre solo, siempre solitario, aun acompañado (o, precisamente, acompañado), le gustaría estar en otra parte, esté donde esté. No es la derrota del hombre, sino la derrota del hombre del primer mundo. Una derrota que no distingue de géneros, porque a todos nos cae encima, más o menos a menudo, ese esplín, que tiene mucho que ver con el aburrimiento.  

Yasmina Reza juega con un material que le es querido: las palabras. Pero no cualquier palabra. Su habilidad como escritora está no solo en encontrar personajes emblemáticos de esa edad media y de esa clase igualmente media, náufragos de naufragios mentales provocados por tormentas físicas, si no en jugar con estas para construir esa confusión, esas tremendas derivas. Ver como caemos, como nos golpeamos contra las cosas, contra las personas, como una de esas palabras puede cambiar nuestro precario equilibrio, ser el último soplo sobre el castillo de naipes, tan trabajosamente construido. A Adam Haberberg le gustaría pensar en sus cosas y el ruido del mundo le molesta. La conversación de Marie-Thérèse Lyoc, le perturba, le distrae, le saca de la charca de sus miserias. La odiaría, pero sería excesivo. La desprecia, un poco, pero un poco también le atrae. Es un paseante de su propia vida. Algún día, tal vez, escribirá esa gran obra (si logra entender la realidad en la que vive). Algún día, esto es casi inevitable, perderá la visión de un ojo. Algún día, es probable, podría quedarse ciego o morir fulminado por una trombosis. Algún día, podría separarse de Irène. Algún día, mientras no espera sentado en el Jardin des Plantes, podría encontrarse con una vieja compañera del colegio.


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