Como anillo al cuello: la opresión matrimonial en la literatura femenina, de Purificació Mascarell (Ariel) | por Gema Monlleó
“Cuando una mujer trata de expresar el malestar con palabras, con frecuencia se limita a describir la vida cotidiana que lleva”
La mística de la feminidad, Betty Friedan
Rabia. Rabia aguda, indignación lacerante. Y deseo. Deseo colectivo de reparación. Exigencia de resarcimiento, por no escribir afán de venganza (aunque, ¿por qué no?). Estas son las emociones que he sentido mientras leía Como anillo al cuello, el ensayo de Purificación Mascarell (Xátiva, 1985) sobre la opresión matrimonial en la literatura femenina. Y una vez cerrado el libro, atragantada todavía por tanta ignominia, mis emociones no sólo persisten sino que además se agudizan.
“La literatura sirve para radiografiar las costumbres de una sociedad y de una época, pero también para trascenderlas, para imaginar otras formas de existencia, tal vez más dignas y humanas”. Y esto, imaginar otras formas de vida, denunciar las propias, es lo que han hecho las escritoras que Mascarell reúne en este libro. Mujeres que cuestionan, desde el arte, el destino que tradicionalmente se les había impuesto (sí, impuesto). Mujeres que ofrecen, desde la ficción, puntos de fuga y vías de escape. Mujeres no sólo escritoras, también pensadoras (Simone de Beauvoir, Mary Wollstonecraft, Emma Goldman, Diana Fuss…), en las que la intersección entre creación y feminismo es patente. Mujeres que describen, en primera persona o mediante la ficción (autoficción en muchos casos), las consecuencias de la institución matrimonial en sus vidas y en sus obras (también las solteras, las que evitaron su destino resistiendo presiones familiares y sociales). Mujeres con un anillo en el dedo, un símbolo de amor que, en los casos aquí descritos, se convierte en una argolla vital, en la representación de una forma de sometimiento familiar, sexual (“Ella era como una cosa que le pertenecía a aquel hombre”1) económico, emocional, frente a la trampa del amor romántico: “Anillos que son yugos; tinta indeleble para narrarlos”.
Al igual que en la obra de muchas de las escritoras que aparecen en el libro, Mascarell intercala vida y literatura en este ensayo, la vida de ellas y también la suya propia y la de su genealogía más cercana: esa abuela que tras una jornada de trabajo en el negocio familiar y en el hogar repetía “I que encara em quede a mi esta faena, Senyor!”, refiriéndose a la demanda sexual nocturna de su marido; y esa madre que, tras la doble jornada laboral y familiar, nunca tuvo, no ya la habitación que reclamó Virginia Woolf para todas nosotras, sino “un sillón propio”. Y es que las creadoras del libro, muchas en tiempos bien pretéritos, utilizaron la ficción para realizar una crítica anticipatoria y contundente del patriarcado, nombrando lo innombrable, lo que sucedía en el interior del hogar, lo que sólo incumbía a la pareja, lo doméstico e íntimo, haciendo político lo personal (parafraseando la cita de Kate Millet) cuando lo personal se entreteje (en la mujer) con las dinámicas de poder. Y es que tras la puerta de sus casas (muro, a veces; no metafórica prisión, otras) escribían Elena Fortún, Carmen Martín Gaite, Mercè Rodoreda, Caterina Albert, Carmen de Burgos, Dolors Monserdà o Sofia Tolstaia. Y cada una, desde su tradición literaria y desde su cronología histórica, son testimonio de experiencias límite bajo el jubo de la opresión masculina, “la que ejerce el marido-amo sobre la esposa-esclava”, y que culmina sólo en algunos casos en rupturas. Y cada una, narrando lo que debería permanecer fuera de escena (“Ob-scena. Off. Las cositas de mujeres y el fundido a negro”2), cuestionando el destino femenino tradicional y abriendo vías para una nueva forma de relacionarnos hombres y mujeres y arrollando u oponiéndose a las estructuras ideológicas de la sociedad (“¿puede existir el amor cuando la mujer está encadenada al hombre, obligada a depender económicamente de él, casada como único medio de subsistencia?”).
Escritoras todas ellas que se adelantaron al pensamiento de las luchas feministas posteriores y a las luchas sociales o jurídicas actuales (y no me resisto a nombrar aquí a Gisèle Pericot). Escritoras “madresposa” (Arenas movedizas, Nella Larsen), escritoras asfixiadas, escritoras suicidas (de Sylvia Plath a mi admiradísima Teresa Wilms Montt), escritoras ¿locas o enloquecidas? (El devorador de calabazas, Penelope Mortimer), escritoras cosificadas, escritoras abusadas (Sibilla Aleramo, que acabó convirtiéndose en la esposa de su violador), escritoras expulsadas del mundo maternal (Sibilla Aleramo), escritoras en doble fuga (del hogar paterno primero, del hogar del esposo después), escritoras como contenedor donde verter una “lujuria camuflada de sacramento” (Oculto sendero, Elena Fortún), escritoras ultrajadas y abandonadas (María Luisa Bombal), escritoras oprimidas (“Tu fórmula matrimonial es una garra, ese dominio”3), escritoras que se negaron a ser “el ángel del hogar” (Él, Mercedes Pinto), escritoras que concebían (el verbo no es banal) la literatura como un espacio de libertad y de denuncia rompiendo el silencio patriarcal. Escritoras con protagonistas que pierden su herencia “en favor” del marido (sic), protagonistas que asumen con resignación la complacencia sexual del esposo (“la evocación del verbo “obedecer” en el recuerdo borroso y deslumbrante de la ceremonia nupcial”4), protagonistas que han sido jovencitas “raras” (de la Andrea de Nada -Carmen Laforet- a las de las obras de Ana María Matute), protagonistas que cuestionan con su oposición al matrimonio a sus propias madres cuando son estas las que las entregan (No sempre la culpa és d’ella, Dolors Monserdà), protagonistas a las que ningunean y abocan a la alienación (Vera, Elizabeth von Armin) o al suicidio (La viña de uvas negras, Livia de Stefani). Escritoras y protagonistas todas ellas subversivas que, en palabras de Hélène Cixous: “salen de la trampa del silencio”.
La crítica y el canon patriarcal, tan masculinos ellos, han desdeñado la tradición literaria femenina considerándola sentimental y banal, cuando no directamente pretenciosa o rebuscada, aplicándole el mismo cuestionamiento y obligación estética con los que se trata el cuerpo de las mujeres (“La imposibilidad de la belleza perfecta ha sido nuestro destino. Y nuestra condena. En el cuerpo y en la escritura. En la forma y en el fondo”). Mascarell realiza, en un hermoso ejercicio de justicia literario-poética, relecturas de algunas obras para situarlas en el lugar que les es propio. Es así con Los pazos de Ulloa de Emilia Pardo Bazán (más cercana al gótico de Cumbres borrascosas que a Galdós: “la potencia arrasadora de lo primitivo frente a lo civilizado”) y La infanticida de Caterina Albert-Víctor Català (“una bomba de quinientos versos”), con la nouvelle con guiños de terror gótico Un susurro en la oscuridad de la “amiga de la infancia” (Mujercitas) Louise May Alcott o con Harriet, de la pionera del true crime (lo siento, querido Capote, ella llegó treinta años antes) Elizabeth Jenkins.
Para tantas mujeres consagrarse a la escritura fue una fuente de problemas, dolor e incomprensión por la que tendrían que pagar “el precio del desafío”. Es por ello que la escritura femenina llega desde un lugar distinto al de la escritura masculina, desde las orillas o lo subalterno y, claro, desde lo íntimo, de ahí la cantidad de textos en forma de diarios (“en este cuaderno, el volumen de mi vida gastada en los demás se me presenta casi materialmente”5) o epistolarios: lo que se escribe cuando nadie nos ve (“Mejor no escribir, nos dicen. Mejor escribir sin que nos vean, concluimos”). Una “versión” de las mujeres que difiere de la que puede leerse en los textos masculinos que “las escribían” cuando estas tenían vetada la escritura (“y, por tanto, su capacidad de pensarse y proyectarse como sujetos”), de ahí la relevancia de las que pudieron imponer (o imponerse a) sus textos, muchas de ellas rescatadas en los últimos años de los márgenes.
Como anillo al cuello traza hilos invisibles con el ensayo de Elisenda Julibert Hombres fatales (Acantilado, 2024), que permuta la perspectiva de la “femme fatale” por una representación distorsionada y patriarcal del deseo masculino, y con la novela de Mar García Puig La historia de los vertebrados (Penguin Random, 2023), quien a partir de su maternidad transita la historia de la locura femenina en la literatura, el arte y la historia. Hilos de sororidad y empatía que también alcanzan a las compilaciones El coloquio de las perras, el ladrido-reivindicación de Luna Miguel de las escritoras latinoamericanas de la época del boom (Capitán Swing, 2020), e incluso a Las mujeres que escriben también son peligrosas (Maeva, 2017) del masculino especialista en Thomas Mann Stefan Bollmann.
Mascarell afirma que con su libro quiere generar conciencias más libres, justas y dignas. Y yo puedo responderle que ha agitado la mía dotándola de un nuevo enfoque hacia la literatura que contiene Como anillo al cuello. De las autoras, de las creadoras, de las pensadoras, de las que han escrito, de todas ellas, desde todas ellas, se establece un nuevo canon estético y político que permite ampliar la mirada literaria bajo cuestionamientos de género, raza y clase (y aquí no puedo evitar recomendar Seguir siendo bárbaro de Louisa Yousfi, Anagrama, 2024) en un acto de justicia restaurativa como el que invocó Annie Ernaux, recordando sus inicios como escritora, en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 2022: “Vengar a mi raza y vengar a mi sexo serían una sola y misma cosa a partir de entonces”.
Ellas han escrito. Venguémonos nosotras entonces. Tenemos un propósito tan político como poético. Sigamos comprometiéndonos con el arte y la dignidad. Sigamos leyendo. Sigamos dándoles voz a todas ellas. Sigamos manteniéndolas vivas.