Manual revisado del Boy Scout, de William S. Burroughs (La felguera). Traducción de Javier Calvo | por Óscar Brox
En la misma época en la que William S. Burroughs comenzaba a anotar las ideas e intuiciones que darían forma al Manual revisado del Boy Scout, Pier Paolo Pasolini regresaba contrariado (o más bien decepcionado) a Italia tras su segundo viaje a Nueva York. En él, escribía, apenas quedaba rastro de esa subcultura que había identificado como una hierofanía, un momento de lo sagrado, y hasta las capas más bajas se dejaban seducir por el capitalismo. La revuelta imposible, la de la vida al margen, la que reconociese en los muchachos del arroyo, comenzaba a declinar con el tiempo. Para Burroughs, los chicos de la periferia, los extraviados o los fugados, eran los salvajes que bien podían derribar, o acaso amedrentar, al statu quo de las sociedades asquerosamente moderadas. Carne de cañón contra el establishment. Rebelión frente a la resignación. De ahí, pues, que la naturaleza de su pequeño panfleto político fuese, más que política, directa: una llamada frontal a la desobediencia, el desorden y la guerra contra el civismo y el decoro. Con su ironía afilada, pero sin dejar de poner el acento profético sobre todos aquellos principios morales que las sociedades avanzadas nos han inculcado como un mantra para ejercer el papel de ciudadano modelo.
Al viejo Burroughs, estigmatizado por aquel episodio en el que hizo de Guillermo Tell con resultados nefastos, los 70 y 80 lo convirtieron en una suerte de oráculo. En un escritor que no dejaba de instigar otras formas de escritura y de revolución, pero que sobre todo inspiraba nuevas maneras de entender el Arte para otros tantos artistas. Y así fue que sus trabajos ayudaron a visibilizar a grupos atascados en lo más bajo, mientras que se producía una incesante colaboración creativa entre todos. Burroughs, trasmutado en profeta, frente a sus chicos salvajes dispuestos a difundir sus palabras. A samplearlas, grabarlas, editarlas y conservarlas como cápsulas de tiempo, tal y como hizo Genesis P. Orridge con el auge de la música Industrial. De manera que lo que no dejaba de ser un comportamiento siempre dibujado a la contra, insubordinado y maldito por naturaleza, también supusiese una base para crear y crear política. Para desarrollar ideas y acciones que alterasen las corrientes de pensamiento, como un electroshock aplicado directamente sobre las buenas costumbres.
En esta pequeña edición de La Felguera, acompañada de impagables postales que remedan, cuando no parodian, esa pureza de espíritu que se le presumía a la sociedad de Boy Scouts de América, el texto de Burroughs esparce su veneno alrededor de cada esfera de poder. Su veneno, o su terror. Porque aquí la lucha armada, los asesinatos, la guillotina o la violencia son formas de amedrentar a un público respetable para corromper ese aura de decencia verdaderamente abyecta. Visiones directísimas que, no obstante, Burroughs lanzaba para incitar a la desobediencia. Para llamar a otra clase de vida, capaz de organizarse en pequeñas células autónomas que pudiesen reivindicar para sí un lugar entre la masa mediocre. Y cómo no verlo aplicado a nuestra época tardofranquista, a la Inglaterra de Thatcher o a la América hundida en el reaganismo más execrable. Como un escupitajo, que su autor cifraba en esa especie de conjura procaz con la que finalizaba los capítulos: a tomar por culo la reina.
La de Burroughs seguramente fue una guerra contra las buenas costumbres y el adocenamiento mental. A favor de los márgenes y en contra de los límites del control. Preocupada por toda esa industria que fabricaba técnicas de seducción para ganar la batalla desde la economía, el ordenamiento social o la higienización, estigmatizando al otro, al marginado o al desobediente. De ahí que este Manual revisado del Boy Scout tenga, en su brutalidad, un componente de ironía que salpique, principalmente, al tonto sentido común de aquellos que evangelizaron durante décadas sobre la importancia de la decencia y de una moral sin mácula. Es decir, contra aquellos que buscaban absorber en la masa cualquier posible disidencia. Por eso, no cabe duda de que leer este pequeño panfleto, bello y salvaje a partes iguales, sirve para resucitar una conciencia altanera y beligerante. Capacitada para llamar a la guerra contra las buenas maneras y los imbéciles. Para la que lo más triste, en definitiva, era aquello que señalaba Pasolini a su vuelta de Nueva York: la soledad que produce la exclusión, el adiós a esos chavales del arroyo, a esos muchachos salvajes, que alguna vez trasladaron el sueño de cambio. De revuelta sin resignación.
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