Como bestias, de Violaine Bérot (Las afueras) Traducción de Pablo Martín Sánchez | por Gema Monlleó

Violaine Bérot | Como bestias

“La gente de la zona dice que las hadas roban bebés. Pero mi hijo me hizo entender que no, que las hadas no roban bebés, sino que los protegen. Él reescribió la leyenda.” 

 “Homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre) escribió Thomas Hobbes en su Leviathan en 1651. En Como bestias (Las Afueras, 2023) de Violaine Bérot (Francia, 1967) el hombre es un lobo para el Oso. No, no es un trabalenguas ni una adivinanza, es la constatación del estado en que me ha dejado la lectura de este libro engullido, irreductiblemente, en una sola sentada. 

Voy por partes. Intento explicar(me). 

“Nosotras
las hadas
vemos
el miedo de los gigantes” 

Érase una vez el valle de Ourdouch.  

Érase una vez un niño al que sus compañeros de colegio y su maestra llamaban el Oso (“Los hijos sin padre son hijos del oso, es así. Y para nosotros, que no éramos más que unos críos, eso explicaba su fuerza, sus piernas robustas”). El Oso no hablaba, no interactuaba (¿seguro?) con los demás, sólo gruñía cuando alguien invadía su espacio (“No hacía ruido, no decía nada. Nunca le oí pronunciar una sola palabra (…) Era como si necesitara un perímetro de seguridad. Había unos límites que no podíamos franquear. Si nos acercábamos demasiado, parecía interpretar nuestra presencia como una provocación”). Érase una vez Mariette, la madre del Oso, que compró una borda en lo alto del cerro escarpado para vivir en casi total aislamiento con su hijo (“Es amable y educada, pero nadie se anima a estrechar relaciones con ella. Respetamos su intimidad. Es como si llevase una coraza. Y no nos arriesgamos a franquearla”). Érase una vez la gruta de las hadas y su leyenda (“Siempre se ha contado que las hadas vivían en la gruta porque resulta inaccesible. Y que robaban a los bebés de los pueblos para llevárselos allí arriba. Que no podían resistirse a robar niños porque eran mujeres, pero incapaces de tener hijos”). 

“A medio camino
entre el mundo de ahí abajo
y nosotras
a medio camino
los gigantes” 

Érase una vez los habitantes del valle, los vecinos de las aldeas cercanas, los hippies en sus comunas, los visitantes de fin de semana. Érase una vez todos ellos con sus vivencias, con sus pasados (“jugábamos a aterrorizarlo. Se trataba de pillar al Osos sin que el Oso nos pillara a nosotros. Organizábamos auténticas batidas. Gamberradas de mocosos”), con sus prejuicios (“Yo creo que esa Mariette, al igual que su hijo, tiene graves trastornos psicológicos”) o no (“Yo nunca lo he llamado el Oso. Yo siempre me he referido a él como el Gran Mudito”), con sus carencias (“Aquel beso de madre me conmovió. De verdad se lo digo. Nunca había visto un amor igual entre una madre y un hijo. Ni siquiera sabía que algo así era posible”), con sus miedos. Érase una vez una niña amiga de un asno, una niña que ¿vive sola en la gruta de las hadas?, una niña que ¿es cuidada por el Oso? (“para mí formaban una familia. Se comportaban como un padre y una hija. Con eso me bastaba”).  

Érase una vez un excursionista asustado. Érase una vez la policía. 

Estos son todos los elementos que lanza Bérot en las primeras páginas de su novela. Y escribo “lanza” explícita y conscientemente ya que cada elemento va abriendo una grieta emocional y un interrogante en el lector.  

“Nosotras
las hadas
no robamos a los bebés
pero
aliviamos a sus madres” 

Al igual que en Mi dueño y mi señor (François-Henri Désérable, Cabaret Voltaire, 2022) el falso diálogo en la novela viene dado por las declaraciones que los diferentes testigos de la vida del Oso realizan al silente comisario de policía (su vieja maestra, un compañero de colegio, vecinos con mayor o menor trato con Mariette, cazadores, excursionistas, el cartero, la farmacéutica…). Es a través de estas declaraciones que vamos armando el puzzle del pasado del Oso desde su llegada a Ourdouch hasta el momento actual: el de su detención y el “salvamento” de la niña. Porque desde el principio de la novela sabemos que han detenido al Oso, que había una niña con él y que Mariette, como las hadas, siempre ha intentado proteger a su hijo.  

“Nosotras
las hadas
solo mecemos en nuestros brazos
a los bebés
de los gigantes” 

Las creencias populares, el miedo ante el/lo distinto, la casi imposibilidad de integración en un entorno cerrado, un malentendido instinto de supervivencia, y los otros, siempre los otros. La mirada de los otros frente a lo que no comprenden, la mirada de los otros que pese a no comprender respetan, la mirada acusatoria de algunos de los otros, la mirada comprensiva, la mirada paternalista, la mirada condescendiente, la mirada interesada, la mirada que a veces es una mirada interior. Y nosotros, nosotros en el reflejo de los otros. Porque nuestra voz es también la voz de la señorita Lafont, la voz de los Dupuy, la voz de Luc, la voz de Albert, la voz de Vivianae. Bénot pone el acento en ellos y, sin cargar las tintas porque no es necesario, provoca un efecto reflejo que constantemente nos interpela más allá de la historia. Y es que los testigos no sólo ofrecen datos y hechos, también componen una triste polifonía “elucubrante” donde cada duda lanzada al aire es una acusación para el Oso: “¿Por qué Mariette no le ha pedido a su hijo que llevara la niña a casa?”, “¿De verdad cree que él ha podido criarla, cuidarla, protegerla?”, “Pondría la mano en el fuego por que esa niña es hija suya”, “Que si hay niños que nacen en la montaña sin que nadie los inscriba en el registro? No le diré que algo así sea imposible”, “Que si sería capaz de matar a alguien? Desde luego. Si se siente amenazado, desde luego”. 

Las declaraciones de cada testigo están precedidas por un canto de las hadas de la gruta quienes, a modo de coro griego, desdoblan una realidad paralela acerca del comportamiento humano (“Junto a nosotras / las hadas / desaparece / el miedo de los gigantes”), de la inocencia, de los pecados, del castigo, de los prismas de la fantasía (“En nuestros oídos / como cosquillas / las risas de los gigantes”), de la vulnerabilidad y de las violencias (¿aceptadas?) contra las mujeres (“Aquí estamos / nosotras / las hadas / para liberar a las madres / de los niños impuestos / incrustados / insertados”). 

Como una fábula cruel la historia avanza a caballo de un noir atávico sobre el buen salvaje, la dificultad de las vidas al margen, la comunión con la naturaleza, la cerrazón del primitivismo en el mundo rural y las fronteras difusas entre realidad y creencia, deshumanización y tolerancia, silencio y protección.  

Bérot escribe, nosotros leemos, y mientras las hadas, sabias, siguen cantando: 

“Voces
discordantes
disonantes
voces de normales
anormalmente normalizados.
Ríen con los extraviados
y luego
con una sonrisa en los labios
siguen su camino
su camino de normales
anormalmente normalizados.” 

 


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