En la quietud del mármol, de Teresa Wilms Montt (Medusa) | por Gema Monlleó
“He cavado, cavado con la constancia de un sepulturero, las tierras de mi corazón”
Preciosa sangre, diarios íntimos
La biografía de Teresa Wilms Montt tiene tanto de fascinante como de trágica. Poeta chilena nacida en 1893 en una familia de la burguesía viñamarina, se suicidó en París con 28 años. En la quietud del mármol (Medusa, 2022) es un texto de prosa poética compuesto por una ofrenda y treinta y cinco ¿cartas?, ¿monólogos?, ¿elegías? dirigidos a Anuarí (trasunto de Horacio Ramos Mejía), su amante poeta enamorado, que se suicidó cortándose las venas en presencia de Teresa. La conmoción del suceso y su pasión por el joven, así como la metafórica apropiación del cuerpo de su amado, están presentes en esta fragmentaria meditación sobre la muerte.
“Traigo a tus pies la suave ofrenda de mi libro, que deposito en ellos, como el más sutil perfume de mi inspiración. En el largo camino que separa la farsa del lugar donde tú yaces en sublime y casta quietud del mármol, he ido despojando mi alma de sus miserables ataduras humanas; he ido purificándola mediante cruentos martirios, para traerla hasta ti, clarificada como el agua de una fuente que no ha sido desflorada por la luz del día.”
Esta nueva edición de En la quietud del mármol, publicado por primera vez en 1918 y escrito durante la estancia de Teresa en Madrid, es fiel a su primera versión e incluye el texto a modo de prefacio de Enrique Gómez Carrillo (aparecido previamente en El Liberal) titulado «Thérèse de la †»: semblanza tanto de Wilms Montt, la mujer (“esta niña genial y loca (…) es una pobre atormentada que padece más por alguien que no existe que por los que se mueren por ella”), como de Wilms Montt, la escritora (“esta mujer que lleva a cuestas la maldición de su belleza no es sino una escritora, una gran escritora que si fuese hombre y tuviese barbas formaría parte de todas las Academias y llevaría todas las condecoraciones”). Previo a este texto encontramos el prólogo escrito por Begoña Méndez (Autocienciaficción para el fin de la especie, H&O Editores, 2022) que sitúa, resitúa y destaca la figura de Wilms Montt “dentro del Modernismo Hispanoamericano, por encima y más allá de las dificultades a que tuvo que enfrentarse por su condición de mujer”. Mujer de hipnótica belleza, femme fatal a ojos de sus contemporáneos, la crítica del momento la consideró más por su biografía que por su literatura en una (otra) clara muestra de misoginia y conservadurismo por parte del coto literario masculino. Méndez destaca que la intimidad estética escrita por Wilms Montt es pura y gran literatura: “heredera de la exaltación romántica del yo y deudora del simbolismo francés más sensorial y panteísta, se ahondó en su intimidad para sacar de su experiencia del mundo una poética donde la mística pagana y el erotismo sagrado se resuelven en un aluvión desbordante de imágenes proféticas sobre el amor y la muerte, sobre el dolor y el deseo”.
En la quietud del mármol forma un díptico elegíaco con el poemario Anuarí (“Apareciste Anuarí, cuando yo con mis ojos ciegos y las manos tendidas te buscaba. / Apareciste, y hubo en mi alma un estallido de vida. Se abrieron todas mis flores interiores, / y cantó el ave de los días festivos. / Me amaste, Anuarí, y alcancé la Gloria suspendida en tus brazos. / Desapareciste, y quedé sola, los ojos náufragos en noche de lágrimas. / Bondadosa ha vuelto tu sombra, entre ella y el sepulcro espera una hora mi alma.”). Ambos se conocieron en Buenos Aires, una vez Wilms Montt escapó (con la ayuda del poeta Vicente Huidobro) del convento de la Preciosa sangre (no puedo reprimir mi fascinación por este nombre) en el que su familia y su marido, patológicamente celoso y probablemente maltratador (con el que se casó a los 16 años), la recluyeron como castigo a una infidelidad y donde cometió su primer intento de suicidio. Ambos frecuentaban las tertulias poéticas de la revista Nosotros y el amor y el desamor, la vida y la muerte serían los polos en los que oscilaría su relación, sutilmente esbozada por ella en Otros cielos, otras prisiones (tercero de sus Diarios íntimos publicados en 2017 por La Señora Dalloway).
“Llevo clavada como un puñal tu sonrisa”: Wilms Montt describe, crea y se recrea en su carne doliente y enamorada (contrapuesta al “cuerpo dormido y alma radiante” del amado muerto) y cual Santa Teresa (“vivo sin vivir en mí, / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero”) convierte su diario de duelo, su dramático lamento por Anuarí, en un éxtasis envuelto de misticismo: “quiero fundirme en tu materia fermentada por la vida vegetal y animal de la naturaleza, convertirme como tú en masa universal, que es prodigiosa arcilla en la que se moldean los futuros genios”. Teresa llora (“Mi dolor se hace agónico; mi tristeza se despedaza como las túnicas de los mártires desgarradas por las fieras del circo”), grita (“¡No; no!, ¿Cómo es posible que tanto vigor, energía de astro, vaya a perecer en el hielo eterno?”), se ofrece (“de la vida a tu tumba, de tu tumba a la vida, ese es mi destino”), blasfema (“tú has hecho que mi grito desesperado llegue hasta el mismo trono del Dios de los cristianos y lo apostrofe temblando de santa y fiera indignación”), reza (“con la cabeza reclinada entre los brazos, en un afán de dormir, repito, como los niños, una oración: tu nombre”), recuerda (“tus caricias dejaron en mi cuerpo cinceladas geniales llenas de sombras y palideces de nácar que no pueden animar la vida”), reniega (“El reloj palpita; su tic-tac pisotea mi cerebro, destruyendo mis pensamientos, con sus pasos lúgubres hacia la mentirosa Eternidad”), rechaza (“No concibo el calor que anima mi vida, estando tú rígido y solo en el cementerio”), se redime doliente (“Si bien tú te has sublimado con la muerte, yo me he redimido perdiendo mi envoltura de fango en el torbellino incontenible del dolor”), agoniza (“tu partida silenciosa me ha dejado agonizando al borde de la infinita nada”), evoca (“Anuarí: te evoco dormido y te imagino dormido eterno”), visualiza (“evoco tus ojos… y me estremezco. Aun apagados por la muerte, me producen el efecto del rayo”), reclama (“Te llamo, toda el alma reconcentrada en ti; te llamo y me parece que me rasgan las sombras a tu paso alado”), se apena (“la pena no enloquece, la pena no mata; va ahondando en el alma como un cuerpo de plomo en una tembladera infinita”), se desvanece (“dulce criatura mía, que soplas la negra vela de mi vivir hacia el paraíso de los sueños”), acecha (“desde que te fuiste, mis ojos y mis oídos están acechando tu imagen… tus pasos; están tendidos hacia la muerte en fervorosa espera de resurrección”), choca (“mis manos pordioseras de caricias tratan de arrancar de tu ataúd una ternura; pero la madera, avara del tesoro que encierra, se hace rígida, como un ser que no ha sufrido”), vislumbra (“comprendí, amor mío, que para mí la gran puerta al infinito está abierta de par en par, abierta por tus manos sublimizadas”), idea (“oculta en tu féretro está la llave de la gran puerta: tú la guardas en tu diestra. Cuando me agobie la lucha miserable iré a buscarla”), anhela (“en ferveroso anhelo ruego al misterio para que tienda sobre mí el sudario del silencio”), ensueña (“Dormí, y me sentí dichosa. Soñé que estaba muerta y que era como tú, una sombra ideal y buena”), se desmiembra (“comprendo que ya muerto el dios amado, las entrañas de la amada, sin recibir la dulzura de esas perlas diluidas, se quiebren de dolor, y permanezcan tristes y solitarias, como ánforas antiguas que lloran el descuido de su dueño”), implora (“Sálvame, arráncame de la tierra antes que una sombra mala me envuelva, arrastrándome al caos infernal del olvido y de la resignación”), exige (“sálvame, arráncame de la tierra antes que una sombra mala me envuelva”), se desespera (“ya no vendrás para arrancar de mi cuerpo la nota lírica y vibrante del espasmo, el sollozo entrecortado del placer”), se aleja (“antes de irme estamparé un beso en tu frente rígida. Será como un sello de piedra sobre otra piedra”) y se despide apuntando a su destino (“sólo existe una verdad tan grande como el sol: la muerte”).
Poeta de imágenes fílmicas (“esa sonrisa de cascada de plata”, “las horas caen como goteras de plomo en un páramo”, “el tiempo pasa, y su bálsamo de nieve no cicatriza mis llagas de fuego”) Wilms Montt es, en palabras de nuevo de Begoña Méndez, “una artesana de la palabra, una orfebre de la imagen que muta la poesía en instancia profética”. Durante varias décadas los textos académicos sobre la autora se centraron más en su vida que en su obra, algo comprensible dada su fascinante existencia oscilante entre la pasión y la tragedia (“Viví intensamente cada respiro y cada instante de mi vida. Destilé mujer. Trataron de reprimirme, pero no pudieron conmigo”), pero finalmente se ha contextualizado como es debido tanto su obra poética como sus diarios. En esta cuidada edición de En la quietud del mármol se incluye también, a modo de epílogo, el texto que Vicente Huidobro escribió en 1926 en Vientos contrarios, en el que la describe como “la amiga de palabra suave y miradas de perdón” y destaca que “nuca permitió que nadie atropellara los derechos de su alma”.
El uso y abuso de la vida bohemia, del alcohol, de los cigarrillos, del éter, nunca impidieron a Wilms Montt escribir compulsiva y poéticamente (“y cuando el sol derrocha diamante sobre el mundo, entonces te aspiro en todas las flores, te veo en todos los árboles, y te poseo rodando, ebria de amor, en los céspedes de yerbas olorosas”), y antes de ingerir un frasco de veronal en diciembre de 1922 escribió en su diario: “Nada tengo, nada dejo, nada pido. Desnuda como nací me voy, tan ignorante de lo que en el mundo había. Sufrí y es el único bagaje que admite la barca que lleva al olvido”. Estas últimas palabras no han resultado proféticas ya que las ediciones de sus obras se han ido sucediendo como el “resurrexit eterno” que Teresa quería cantar junto a su Anuarí.