El buen vino del señor Weston, de T. F. Powys (Alfabia) Traducción de Gaizka Ramón | por Óscar Brox
La década de los veinte fue, para el corazón de Inglaterra, un momento de transición. Con las heridas de la Primera Guerra Mundial todavía visibles, la juventud encaraba un paisaje prematuramente envejecido que intentaba, por todos los medios, curar su anemia económica. En un mundo que avanzaba sin freno, el país necesitaba recuperar competitividad. A pesar de los cambios que se aplicaron con pragmática determinación, ciertas tradiciones se respetaron con absoluto escrúpulo, aunque se tratase de la hora del té y de las galletas de mantequilla. Las maneras victorianas, propias de las grandes fincas con casta y criados, cedieron sus ruinas para que las casas de ladrillo y las aceras empedradas modificasen el mapa de las ciudades. Así, a marchas casi forzadas, la geografía de la nueva Inglaterra repartió por el territorio la ubicación estratégica de sus órganos vitales. En un impulso renovador que, ay, sirvió entre otras cosas para dejar todavía más al descubierto esa parte rural del país que continuaba su vida por otros caminos. Como la clase de tradición que, también en este caso, se protegía con celo.
El microcosmos rural es, por así decirlo, el ecosistema perfecto para las fábulas, las alegorías y los cuentos morales que repasan los vicios y las virtudes del hombre moderno. Fundamentalmente, por esa filosofía propia que, ya sea en la bondad o en el vicio, rechaza cualquier tipo de intermediación entre uno mismo, Dios o el Diablo. Es decir, porque el mundo rural es, tal vez, el mejor teatro para las pasiones y los sentimientos humanos. O, al menos, el tipo de teatro en el que no hace falta tirar demasiado de la lengua a sus actores para que digan lo que piensan. T. F. Powys conocía muy bien sus peculiaridades cuando escribió El buen vino del señor Weston, irónica fábula sobre las tentaciones morales que recupera en una traducción revisada la editorial Alfabia.
Weston, en apariencia un comerciante de vinos al por mayor, recorre los lugares de la Inglaterra más recóndita con la intención de ampliar su cartera de clientes. Folly Down, en este sentido, no es menos particular que cualquier otra región del país, pero sí más llamativa por la vehemencia de sus vecinos. El reproche es un elemento tan natural y común como el agua fresca de la alberca; un acicate para encender esa chispa de mortecina vitalidad que despierta los sentimientos de los paisanos del pueblo. También sus intrigas y temores, pues en un lugar dejado de la mano de Dios bastan un par de malas acciones para detectar la influencia del diablo. O, dicho de manera sencilla, para observar la caprichosa moralidad de los vecinos, esa que se confiesan unos a otros con el calor de un trago en la posada o con el silencio de una charla con el párroco. Powys contempla a sus criaturas con extraordinario deleite, casi como si ubicase a esos pequeños demonios en el contexto de una comedia, pero lentamente, muy lentamente, desviste sus miserias para reflexionar sobre la naturaleza del hombre.
La grotesca sexualidad rural, tan cara a los cultos paganos, tiene en El buen vino del señor Weston su perfecta ilustración en esa mezcla de arpía y alcahueta que es la Señora Vosper, metida siempre en cambalaches destinados a corromper a las jovencitas del pueblo bajo el árbol del bosque. Pura violencia moral que encuentra a su víctima propiciatoria en Grunter, el hombre al que el resto de vecinos convierte en un peligro público para expiar en silencio sus pequeños grandes pecados. De ahí, pues, que bajo el tono de lectura agradable que describe Powys flote un sentimiento de crueldad y estupidez que, siquiera poco a poco, devora las buenas intenciones de las personas. Weston, ubicuo y misterioso, es esa clase de instancia moral, encarnación de Dios en la tierra, que tienta a cada personaje con un poco de su vino. Basta ese poco para tirarles de la lengua, para que se acusen los unos a los otros o desnuden sus miserias frente a la comunidad, en un ejercicio de altas y bajas pasiones que tiene más de tratado filosófico que de comedia costumbrista. He ahí, por ejemplo, al personaje acaso más complejo del libro, el Reverendo Grobe, hombre de Dios que mantiene una posición a la vez extrema y heterodoxa con su práctica religiosa, atenazado por la insignificancia de su virtud y la falta de pecado que identifica en la prematura muerte de su esposa.
John Gray, probablemente uno de los mejores lectores de Powys, explicaba que, pese a considerarse un escritor religioso, el autor de El buen vino del señor Weston no cifraba la religión en la creencia. La religión era, más bien, un estado de ánimo, la mayoría de las veces variable. Su novela se lee mejor bajo esa premisa, propia de quien recaba impresiones de aquí y de allá, de unos y de otros, y aspira a esbozar un pequeño mapa de las flaquezas humanas, no para curarlas, sino para constatar que siguen siendo una buena herramienta para creer en los hombres. Por eso, aunque su desenfadada atmósfera invite a pensar lo contrario, en la obra de Powys hay crimen, castigo, virtud y pecado. Un pueblo de demonios y un vino que, en lugar de aclarar la vista, desnuda las intimidades con la misma facilidad con la que nos vamos de la lengua cada vez que decimos lo que pensamos.
Por prejuicio o por ignorancia, siempre se ha asociado la brutalidad rural a una moralidad de baja estofa, como las bajas pasiones que solo buscan atajos para saciar sus minúsculas aspiraciones. Creo que El buen vino del señor Weston es la clase de novela que demuestra lo contrario. Un libro en el que la presencia de Dios, tan engañosa y sobrenatural, no funciona como valor moralizante para enderezar a una sociedad descarriada. Muy al contrario, ese Señor Weston nos permite conocer la intimidad y las incoherencias de cada personaje, a cada cual lo suyo, el potaje sentimental que dibuja los órganos morales del hombre. Y eso, en una época que iba a amamantar las preocupaciones de aquella futura generación de jóvenes airados, no es poco. Fábula de lo invisible, esta gran novela de T.F. Powys nos enseña que la humanidad, como la religión, es una cuestión de ánimo.