La virtud de Checchina, de Matilde Serao (Ardicia). Traducción de Pepa Linares | por Juan Jiménez García
Quien piense que el minimalismo es cosa de unas décadas, pocas, tal vez debería acercarse a esta entrega número catorce de la emocionante aventura editorial de Ardicia. Definamos minimalismo (minimalísticamente): conseguir la máxima expresividad con los mínimos recursos. En narrativa esto es complicado de conseguir. Sí, se habla de la complicidad del lector y se prueba a dejar agujeros por todos lados que deben ser laboriosamente completados por este. Pero ¿y si intentamos lo mismo sin dejar nada al azar? Entonces llegamos a Chéjov. ¿Podemos decir que Chéjov inventó el minimalismo escrito? Tal vez. Pero lo cierto es que es complicado pensar que Matilde Serao conociera al escritor ruso, y lo segundo cierto es que La virtud de Checchina es de 1883. Esa manera de que todo en la narración debe aportar algo: un gesto, un diálogo,… Todo es todo.
Matilde Serao nació en Grecia pero pronto acabó en Napolés (retener esta ciudad). Dedicó su vida al periodismo, fundamentalmente, ya no solo como redactora sino como creadora y directora de diversas cabeceras, y parece ser que tuvo una carrera literaria de éxito, de la que no nos ha llegado nada, ni su nombre. Entonces, un día, escribe la historia de Checchina (en la que Natalia Ginzburg, en un estupendo posfacio compara con Madame Bobary), su pequeña historia. Checchina está casada con un médico agarrado. No se puede decir que vivan una vida de lujo. Ella tiene literalmente tres trajes y un sombrero con el que poco se puede hacer, más una vajilla de seis platos con seis tenedores, uno de ellos en no muy buenas condiciones. Además, tiene una criada, Susanna, que parece más consagrada a Dios que a sus empleadores, y una amiga algo díscola, Isolina. Y esa es su vida. Una vida napolitana. Este aspecto quizás se escape para quien no conozca a Totò o los hermanos De Filippo (o a su padre, el dramaturgo Eduardo Scarpetta), pero pese a estar ambientada en Roma, ¡qué napolitano es este librito! Pero entonces aparece en su vida un marqués. Nada menos. El marqués d’Aragona, al que conocieron de veraneo. Y el marqués quiere encontrarse con Checchina. Pero esto es fácil decirlo, pero ¿y hacerlo? Y no porque la Checchina se resista (ella no se resiste a nada… va de aquí para allá según los deseos de los demás, amiga, marido, criada o portera, poco importa,… nada en ella parecido a la decisión o a la voluntad de ser). Ya está. Si lo logra o no lo logra, si la virtud de nuestra apocada heroína se mantiene o cae derrotada, le tocará descubrirlo a cada lector, en una narración sencillamente deliciosa, llena de vida.
Porque La virtud de Checchina es un libro vivo, un libro en el que es la vida la que respira por todos lados, con ese ánimo napolitano (digamos popular, callejero, aunque discurra en interiores) de calles romanas, con esos personajes bien engordados con cuatro palabras, esos ambientes construidos con otras cuatro, y una historia con cuatro cosas, que dan algo de construcción robusta pero lectura ligera, juguetona. Como diría alguna página, si os gustó Chéjov, si os gusta vivir, si os gustan aquellas viejas películas italianas (con tal vez una anémica Sophia Loren en el papel de Checchina), dejaos llevar por la obra de Matilde Serao. Todo un descubrimiento.