La tierra sobre tus huesos, de Suzette Celaya (La Navaja Suiza) | por Gema Monlleó

Suzette Celaya | La tierra sobre tus huesos

“Mírate, estás sola. Solo tienes a tus muertas” 

¿Qué queda de un pueblo cuando es anegado por el agua de una presa? Quizás el campanario sobresaliendo en la superficie. Tal vez el poso de las historias ocultas. Y sin duda los muertos del cementerio. ¿Los muertos? ¿Seguro? No siempre.  

En La tierra sobre tus huesos, de Suzette Celaya (Hermosillo, Sonora, México, 1982), son muchos los habitantes del pueblo innominado que, antes de partir, exhuman las tumbas de sus familiares para llevárselos a su próxima morada. En La tierra sobre tus huesos esa tierra, la que recubre el osario que termina siendo un cementerio, va a convertirse en lodo del que brotarán algas sobre las identidades muertas de los que se quedaron, de los que los que se fueron dejaron. En La tierra sobre tus huesos la metamorfosis del microcosmos rural va a remover, también, la tierra sagrada. 

Si el agua de la presa va a ser el torrente en el que naufragará el pueblo, la novela se construye sobre las violencias que arrollan igual que la fuerza del agua. Violencias que, como siempre, se ceban en los más frágiles: los pobres, las mujeres (“la mujer hace lo suyo: sirve, cuida, calla”). Violencias que atropellan a los habitantes del pueblo desde todos los estamentos: gubernamental, eclesiástico y familiar. Violencias que cercan a los resistentes (porque no todos aceptan la limosna funcionarial para comenzar una nueva vida -ese eufemismo- en la ciudad) sumiéndoles más aún en la pobreza al impedirles sembrar para comer y alimentar a sus animales. Violencias que corrompen a los últimos vecinos con “incentivos”. Violencias que niegan el consuelo de la religión cuando “se cierra” la iglesia (“son órdenes del gobierno. Dios tiene otros planes para nosotros. Les pido resignación y fe”). Violencias que alientan las violencias al disolver el cuerpo policial (“un pueblo con hambre es peligroso”). Violencias que siempre fueron y estuvieron y que ahora, de la mano de Celaya, estallan una detrás de otra cuando la tensión del capitalismo no admite más demoras.  

Y mientras el agua amenaza con llegar, la historia de Violeta es la que nos guía por el presente y el pasado, por los muertos y los vivos, por las (demasiadas) violencias sufridas. Violeta es huérfana de madre y de hija, porque Violeta tuvo una madre que se suicidó al poco de su nacimiento (“mi origen está en la tumba de un cementerio”) y una hija que nació muerta (“introdujo su mano en mi vientre y sentí como si una garra me revolviera todo por dentro; luego, un jalón. Después, un vacío”). Violeta entierra (¿felizmente?) a su abuela, la usurera del pueblo, cuando comienza la novela (“subo mi mirada hacia el pecho de mi abuela, esa con quien comparto el nombre, y busco la respiración fatigosa. Por fin, el cuerpo está inmóvil”). Violeta vive sola porque su vida siempre ha sido soledad. Violeta sabe de los peligros para una mujer sola y no se separa de su machete, un machete largo que le sirve de bastón (y ahí entreveo a La Peque de Kill Bill marcando el suelo con su catana). Violeta tuvo una vez un refugio junto al río al que huir de las palizas de su abuela, un refugio que le construyó Fermín (“ninguno vislumbró en qué se convertirían nuestras vidas”). Violeta ¿amó? (“hazlo como has visto que hacen los caballos”). Violeta tuvo un marido que huyó tras morir su hija (“él me dejó por tristeza (…) no supo qué hacer con lo que yo sentía”). Violeta, más cercana a los muertos que a los vivos, visita una y otra vez el cementerio (“mojo mi dedo con saliva, lo presiono contra la tierra alrededor de la tumba de mi hija y me lo llevo a la boca. Muerdo las piedras pequeñas, las vuelvo polvo y las trago. Así lo hacía de niña al visitar la tumba de mi madre, así lo sigo haciendo cada vez que vengo al cementerio”). Violeta, entre la rebeldía y la resignación de un determinismo cruel, no quiere irse del pueblo, no quiere abandonar a sus muertos, no quiere dejarse vencer una vez más. 

Violeta encarna la culpa (“tú no menstruas, tú pagas con sangre la muerte”), el duelo, el horror, el exilio interior, el vacío. Violeta es hueca como la casa en la que vive (horadadas sus paredes para esconder los tesoros de la abuela prestamista), porque el vacío de la hija arrancada de sus entrañas nunca más volvió a ocuparse (“yo soy el fin”). Violeta es la encarnación de un repetitivo abandono, tal vez de ahí su resistencia a abandonar. Violeta es voz de voces porque de los muertos sabemos por ella y los vivos son en esta historia en tanto que se relacionan con ella. Violeta es el eje y la médium desde la que se suceden todos los acontecimientos de un pueblo moribundo, condenado, un pueblo cada noche un poco más espectral tras el sucesivo abandono de las casas (“los que se van intentan no ser vistos. Solo se escuchan sus pasos apresurados, como si fueran una manada de caballos fantasma”). Y Violeta, empeñada en que la realidad no se (le) deforme, transita por el pueblo con un pequeño espejo en la mano, el espejo que compró para su madre y que nunca podrá darle, el espejo desde el que refleja un (su) mundo que va rompiéndose y que lo reflejará ya roto cuando el cristal se haga añicos. 

En el pueblo hay una cofradía de mujeres que tejen sombreros de palma seca en una cueva. Mujeres que cavaron con sus manos una gruta en la montaña encabezadas por Reinalda, otra mujer hueca y abandonada años ha por un marido que marchó con la promesa de hacer fortuna y no regresó nunca. Mujeres en una madriguera (“un montón de cuerpos bajo tierra, como en el cementerio, pero todos vivos”) con los dedos agrietados y ensangrentados de ablandar y entrecruzar las fibras de los sombreros que cubrirán a sus maridos, a sus hijos y a sus muertos en el Día de los Muertos, cuando el cementerio deviene multicolor. Mujeres que no son sólo tejedoras, también son comunidad y tribu (“quizás alguna llora, cobijada por este vientre que es la tierra”), también son sororidad encarnada ante la violencia intramuros contra las mujeres.  

Al pueblo, en los días previos a la certificación gubernamental de su muerte, llegan moradores nuevos y regresan algunos de los que hace tanto se fueron. Lina (¿antagónico alter ego de Violeta?), una muchacha que quiere confeccionar vestidos si un día puede vivir en la ciudad y a la que Violeta acoge en su casa, una joven con las posibilidades de futuro todavía intactas. Leonardo, un periodista que viene a cubrir la noticia de un pira funeraria que no consume el cadáver que contiene (como un entierro vikingo antes del agua) y que encarnará la conciencia del bien, de lo correcto, de lo (utópicamente) cabal. Cora, hermana bastarda de los Calles, la familia rica del pueblo, los herederos de una fortuna construida sobre la humillación y los abusos al resto de habitantes; Cora, esposa de Fermín, matrimonio estéril que no concibe hijos y que se desangra como el pueblo mismo. Fermín, el amigo de la adolescencia de Violeta que marchó al norte donde perdió no sólo un ojo sino también la nobleza. Don Fortu, un acaudalado benefactor del pueblo (con quien se cumplirá el viejo principio de la pistola de Chéjov) que regresa y honra a sus muertos (y quisiera absolver a sus vivos). Todos ellos orbitarán como satélites alrededor de Violeta, centro y cetro de La tierra sobre tus huesos, mujer y hueco que, sin embargo, todo lo contiene (“como si me sacaran de una tumba por un agujero pequeño. Cruzo los caminos de este pueblo habitado por las bestias que somos”).  

La apertura de las compuertas de la presa se anuncia con temblores en las casas, con lluvia que entra por las grietas de las paredes de las casas, donde el cobijo deja de ser refugio (“así impregna la muerte”). El viento trae polvo que cubre las casas vacías y el río es el espejo inmutable de cada vez más amenazas (“a veces quisiera verme por dentro, así como veo al río. Saber dónde desembocan mis ríos de sangre”). Realismo mágico, tintes de gótico-rural-fantástico, y una genealogía maldita (la de los habitantes del pueblo, la de Violeta) en un mundo invivible por las violencias que lo someten y ahogándose antes-del-agua en la desesperanza.  

Inspirada en la historia real de la construcción de la presa de El Novillo que anegó el pueblo Bátuc (en Sonora, la provincia natal de la autora), no deja de regresar a mi mente No queda nadie (Brais Lamela) donde la construcción de un embalse es también “la excusa” gubernamental para romper la identidad, las raíces y la solidaridad de una comunidad. Con una lírica abocada a la impiedad más bella, Celaya bebe del maná rulfiano con destellos de las mujeres y las lunas y los reflejos en el acero de Federico García Lorca. Lírica que también pinta, en la mujer asesinada por su marido, una Ofelia que se asemeja a la de Millais y que entierra hombres en los huecos de los árboles a la manera de La Mort i la primavera de Mercè Rodoreda. Lírica en la que resuena el Relicario de Quebrada (Marina Travacio) que también carga con sus muertos antes de abandonar su casa y, en aquel caso, la sequía.  

El pueblo agoniza y “huele” el agua que llega. Violeta, epifánica, se aferra a sus raíces (“intentando decidir si cavo el suelo para ver los restos de mis muertas o para dormirme con ellas”). La condena abate la memoria (“es más fácil partir si uno no ve lo que abandona”). La obstinación y la nostalgia bailan una melancólica danza de la muerte. “Los lamentos del vendaval arrecian. Tal vez son los gemidos del pueblo los que se escuchan. Grutas en la tierra se abren y berrean”. Zopilotes y vacas enflacadas son los zombis de la resistencia (o de la imposibilidad de marcharse) mientras los caballos galopan casi alados hacia un nuevo horizonte. El agua brama, las casas rugen, las palabras se silencian. “La vida empieza en un vacío”. 

 


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