Aurelia, Aurélia, de Kathryn Davies (Muñeca infinita) Traducción de Vanesa García Cazorla | por Gema Monlleó

Kathryn Davies | Aurelia, Aurélia

“Pensar es marcar el umbral cerrado de la propia conciencia”
J. M. Coetze

Parafraseando a Tolstoi: “Todos los libros de duelo se parecen unos a otros, pero cada muerte se cuenta a su manera”. En Aurelia, Aurélia hay una muerte, la de Eric (el marido de la autora) y el narrar de Kathryn Davies (Filadelfia, 1946) no es el de la cronología enfermedad-muerte sino el del recuerdo fragmentado, como un rompecabezas incompleto, de la vida en común y de la vida propia. 

Las escenas que Davies retrata (casi podría decirse que se trata de un libro de relatos con un hilo común) van adelante y atrás en el tiempo. Tan pronto es una niña en su casa familiar como una adulta velando la muerte de su marido enfermo. Tan pronto es una adolescente rebelde como una escritora a punto de dar una charla varada por una tormenta de nieve. El hilo del que la narradora estira es el de la transición y lo hace a la manera de Virginia Woolf en Al faro: “estamos en el punto de intersección, un espacio de comunión entre las mentes, con el cráneo al descubierto, el lugar de la respiración, de la expulsión de las almas, un espacio o un tiempo tan vasto y largo, tan pequeño y breve, como nuestra vivencia del propio espacio-tiempo”. Woolf es uno de los referentes que Davies menciona (“yo no sólo quería escribir como Virginia Woolf: quería ser Virginia Woolf”), junto con Flaubert, Andersen, Nabokov, Becket, Robert Walser, Gérard de Nerval…, todos ellos le valen no sólo para tentar vida y muerte sino para poner en cuestión su condición de lectora y escritora (“hubo una época en mi vida en que no hacía distinción alguna entre mi yo lector y mi yo lector. Era, con todo mi ser, ambas cosas, simultáneamente; me estaba convirtiendo en artista”).  

Este espacio-tiempo elástico y no concretado woolfiano es el que la autora transita antes de/mientras/después de leer el periódico local en la cama con Eric esperando (¿avistando?) la muerte. Y es en este espacio-tiempo donde los pensamientos se mezclan en un curioso juego de malabares en el que ausencias y presencias se suceden y se superponen unas a otras (“Cuando muere alguien con quien hemos convivido durante mucho tiempo, la memoria deja de funcionar en la forma habitual: se vuelve loca. Lo que hacemos ya no es recordar; es, la mayoría de las veces, una suerte de proyección astral”). Davies busca en su vida los momentos de transición, momentos-fantasma, momentos de paso, de cambio, y se detiene en ellos, en el intersticio que no es el de antes pero tampoco el de después (“ese momento en que damos un paso al filo de un acantilado antes de estrellarnos contra el suelo, el momento en que abrimos una puerta antes de entrar”), equiparándolos al bardo del Libro tibetano de los muertos. ¿Cuál es el verdadero momento de transición? ¿El nacimiento? ¿La muerte? Para los budistas, explica, la vida es ese tránsito largo entre un estado y otro.  

Jugar al ajedrez con la muerte en El séptimo sello, diseccionar una lombriz pálida del tamaño de un grano de arroz en el instituto, trasladar una pecera al alféizar y provocar el suicidio de los peces, acompañar al padre al sótano para saber dónde está la pistola de la Segunda Guerra Mundial que debería utilizarse si un día este perdiese las facultades, pasar dos semanas de la infancia en un hospital tras dar positivo en una prueba de tuberculosis… La muerte atraviesa el libro (“cuando hay que convivir con un moribundo, es difícil distinguir entre lo fútil y lo imposible”) pero en ningún momento es percibida como un trauma del pasado o como una terrorífica amenaza futura, más bien se presenta como un estado que nos acompaña, siempre presente en un discreto segundo plano, hasta que reclama su protagonismo total. Es entonces, cuando la muerte ya se ha manifestado, cuando la conciencia de su presencia ya no es evitable (“hacía un año que mi marido había muerto y estaba acostumbrada a que me examinaran en busca de síntomas, como si la viudedad pudiera contagiarse”) y cuando, como con el fantasma de John Waite en la cabaña familiar (sic), es preferible entablar una entente cordiale con ella.  

A diferencia de las obras de Joan Didion (El año del pensamiento mágico, Noches azules), Roland Barthes (Diario de duelo), Piedad Bonett (Lo que no tiene nombre), Tatiana Țîbuleac (El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes), o Delphine de Vigan (Nada se opone a la noche)… en Aurelia, Aurélia la muerte del ser querido es un detonante silencioso que abre los cajones de la memoria de manera aparentemente aleatoria (“un año pedí un telescopio por Navidad y lo que vi al mirar a través de él fue la luna, pero desenfocada y nada más, temblorosa como un flan”, “el señor Lentz había matado a varios alemanes durante la guerra pero también veneraba a Camus”). No hay narración de la enfermedad, sólo pinceladas (“durante su última semana de vida, a veces me sentaba al lado de Eric mientras dormía, le acariciaba la frente y observaba el movimiento de sus globos oculares bajo sus párpados cerrados”), tampoco hay la experiencia del duelo, sólo, de nuevo, destellos (“desde que murió mi marido, da igual como oriente mi almohada: siempre está solitaria”), ni siquiera hay una detallada descripción de cómo era Eric (“al contrario que yo, consideraba que el planeta entero era su hogar”) o de cómo transcurrió la vida en común (“Eric era mi marido. Al principio me alejó de mí misma”). El propósito de Davies no parece ser el de narrar la muerte per se, sino el de narrar la vida con la muerte y dejarnos deambular con ella por el interior sinuoso de su mente conformando, a diferencia de los libros mencionados, una elegía sutil y ligera (incluso me atrevería a decir que la aparente frialdad que envuelve buena parte de la narración resuena más a Rachel Cusk -en su trilogía A contraluz- o a David Markson –La amante de Wittgenstein-). 

Polillas, sacos de dormir, las bagatelas de Beethoven, batidos adolescentes, puercoespines, mofetas, osos, templos budistas, un tocadiscos portátil, soldaditos de plomo, lentejuelas, teteras, tabaqueras de rapé, colecciones de servilletas, una muñeca con traje de novia, el barco Aurelia camino de Europa… Teclas, timbres, una matrioshka infinita de momentos, un archivo de viñetas “descronologizadas”, un onírico cofre de los tesoros del pasado. Entre la locura controlada y la proyección astral mencionadas por Davies, perdida el ancla vital de lo que fue su cotidianeidad, Aurelia, Aurélia es, en sí misma, crisálida y metamorfosis, reverberación no trágica de muerte, y atmósfera de tránsito, y tránsito, y tránsito.  

“Podía desaparecer, como si desaparecer fuera algo que uno elige”. 


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.