El último refugio, de Isabel Parreño (Menguantes) | por Gema Monlleó
“Mi habitación no es una cama, ni aquí, ni en París, ni en Trouville. Es una ventana determinada, una mesa determinada, ritos de tinta negra, huellas de tinta negra inencontrables, es una silla determinada. Y determinados ritos a los que siempre vuelvo, a dondequiera que vaya, dondequiera que esté, incluso en los lugares donde no escribo, como por ejemplo las habitaciones del hotel, el rito de tener siempre whisky en mi maleta en caso de insomnios o de súbitas desesperaciones”
Escribir, Marguerite Duras
En 1928 Virginia Woolf impartió una serie de conferencias en el Newnham College y el Girton College (universidades femeninas de la Universidad de Cambridge) que se publicarían bajo el título Una habitación propia en 1929. En ese ensayo defendía la idea de que una mujer debe tener tanto seguridad económica (500 libras) como un espacio propio para poder crear. Alrededor del concepto de cuarto propio, Isabel Parreño (Vigo) ha escrito El último refugio, una crónica-diario-libro de viajes-estudio biográfico en el que, a partir de la visita a las casas de Anna Ajmátova, Karen Blixen, Emilia Pardo Bazán y Virginia Woolf, examina la vida, la obra y los espacios de estas escritoras, revelando la íntima relación entre el entorno habitable y la creación literaria.
En un mundo de hombres, y con mayor o menor dificultad respecto a su entorno más inmediato, todas ellas rompieron con lo establecido. Sus casas, sus espacios, sus objetos condicionaron su escritura y guardan todavía hoy la huella de su impulso creativo. Parreño recrea en el texto un doble vínculo emocional: el suyo con las escritoras, de las que es admiradora confesa, y el de ellas con sus casas convirtiendo el libro en un cuatríptico en el que la biografía y el análisis literario pasan por su filtro perceptivo y sensorial mitigando, según afirma, “la sensación de orfandad que permanece al terminar uno de sus libros”. Desde mi mitomanía también confesa comprendo (¡y envidio!) la emoción de la autora al pasear literalmente sobre los pasos de Ajmátova, Blixen, Pardo Bazán y Woolf, una agitación similar a la que yo sentí la primera vez que visité la Huerta de San Vicente en Granada (Federico García Lorca) o el Museo Sorolla en Madrid, y a la que sentiría si pudiese entrar en el estudio de Roberto Bolaño en la calle del Lloro en Blanes o en la casa de Marguerite Duras en Neauphle-le-Château (departamento de Yvelines, Francia).
“San Petersburgo es una ciudad literaria, Rusia entera es pura literatura”, escribe Parreño antes de entrar en la Casa de Fontaka, la reconversión en casa comunal, por vía de la abolición de la propiedad privada (decreto del 20 de agosto de 1918), del Palacio Sheremetev, en la que la poeta Ana Ajmátova compartió estancias, frío, pobreza y soledad. En su habitación (su único espacio privado, su metafórico cuarto propio), la ventana a la que debía asomarse a diario para demostrar a un agente del NKVD que no había huido (ni maleta en mano ni cianuro en boca) y desde la que admiraba el arce del jardín, su encarnación de la libertad. Ajmàtova, “extraña, guapa, pálida, inmortal y mística” (según su amante Nikolái Punin, inquilino con su esposa en la Fontaka —donde continúa colgado su abrigo—), que memorizaba sus poemas ante la imposibilidad de escribirlos durante los años del terror de Stalin (“Me siento como un río / forzado por esta época brutal a desviar su cauce”), es una presencia invisible y muda junto al sofá rojo en el que escribía o leía acostada. La austeridad de los espacios se amabiliza con objetos personales bellos (el chal de seda con el que se envolvía para recitar sus poemas en El Perro Errante antes de su clausura en la época prerrevolucionaria) y con otros cargados de simbolismo, como la vieja maleta que llenó de manuscritos antes de ser evacuada o los ceniceros que albergaron las cenizas de tantos versos.
Para Parreño los objetos de las escritoras son como “una constelación de planetas extraviados”, el vestigio de un ayer cargado de literatura que hoy sigue amplificando sus ecos. Entrar en la habitación verde de Rungstedlund (a media hora de Copenhague) y ver la máquina de escribir Corona, el gramófono con manivela, el biombo francés de madera pintada o la silla de mimbre favorita de Denys Finch Hatton, es abandonarse a un viaje espaciotemporal en el que recitar “Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong”, el memorable inicio de la novela más célebre de Karen Blixen: Den afrikanske Farm (1937). La casa de su niñez, pese a simbolizar los valores burgueses y familiares de la época de los que quiso huir, volvió a ser su hogar al regresar de su aventura africana (y de su habitación propia en la granja M’Bogani, en la entonces África Oriental Británica), y la relación de amor-odio que mantenía con ella se fue domando a medida que se afirmaba como escritora (“el sufrimiento tenía para ella un aura especial, lo percibía como una distinción, como el precio a pagar por la búsqueda de la libertad en su vida y como artista”). Los samovares rusos de cobre parecen dispuestos para ofrecer un té a Ajmátova y en el sencillo refinamiento de las estancias resuena quizás la voz ronca y solemne de Blixen tras brindar con champán (¿por la cándida adolescencia como en Memorias de África? —Sydney Pollack, 1985—). Rungstedlund no será para Blixen sólo un lugar de escritura donde reconducir hacia la literatura, mediante su imaginación y capacidad fabuladora, la desesperación y la derrota sufridas en África (hallando de nuevo lo que ella definía como la única felicidad verdadera: “la pura alegría de vivir, una especie de triunfo sobre el ser”), sino que también se convertirá en un centro de reunión para poetas e intelectuales con los que compartir veladas literarias y artísticas. Parreño afirma que en la calidez del lugar se concentran “como si fuera un santuario: la escritura, África, la naturaleza, la nostalgia y la osadía”, y es en esa reafirmación de los valores que representan a la autora danesa donde imagino la reverberación de lo que definieron como un acento “de Copenhague de otros tiempos” procedente de una delgadísima silueta tocada por un turbante rojo cereza confeccionado en París (quién sabe si por descendientes de las costureras que trenzaron las piezas de seda de la expedición al Polo Norte de Andrée, Fraenkel y Strindberg en 1897 narrada en La expedición de Bea Usma y editada también por Menguantes).
Entrar en el Pazo de Meirás es adentrarse en la oscuridad del pasado histórico de España. Propiedad de la familia Pardo Bazán desde la época del abuelo de Emilia, el Pazo fue expropiado durante la dictadura para utilizarse como residencia estival de la familia Franco (“un edificio sobrio, con aire de castillo, que vinculaba a Franco con cierta hidalguía gallega moralizante y, a la vez, lo asociaba con la austeridad que se pretendía mostrar”). Después de diversos litigios con los herederos, y de ser declarado Bien de Interés Cultural, pasó a ser propiedad del Estado (a día de hoy prosiguen las apelaciones en el Tribunal Supremo), aunque ya había sufrido el expolio de parte de su contenido (especialmente antigüedades) y el deterioro de la biblioteca. Parreño, estudiosa de la obra de Pardo Bazán (coeditó “Miquiño mío”. Cartas a Galdós, Turner, 2020) narra su visita desde la admiración reverencial y la indignación por el despojo sufrido, y contrapone el estado actual del Pazo a las descripciones que la autora incluía en sus obras. “Todo es soledad y silencio, como si las piedras tuvieran el poder de enmudecer al mundo para ser escuchadas” y Parreño, ventrílocua de esas piedras, narra la construcción de las Torres (“el reflejo de la autonomía personal de la escritora y su afirmación como artista”) a la manera de las torres edificadas por Émile Zola en su granja de Medán, el incendio de 1978 (y el sospechoso traslado con nocturnidad, premeditación y alevosía de piezas de valor los días previos) y la persistencia de símbolos fascistas que todavía presiden algunos espacios. La búsqueda de la Pardo Bazán escritora, la que escribía quince cuartillas diarias en su estudio, eclosiona en un cuarto propio presidido a modo de sortilegio por las inscripciones “Miedo” y “Envidia”. El Pazo de Meirás es un símbolo sólido del carácter rocoso de Pardo Bazán, de su tenacidad en el feminismo a pesar de los obstáculos patriarcales (los mismos que le impidieron formar parte de la Real Academia Española), de la obstinación por un legado artístico más allá del únicamente literario (muestra de ello son los epígrafes grabados en los capiteles), de su hospitalidad legendaria (incluyendo la exquisitez de los manjares ofrecidos, no en vano dedicó los dos últimos libros de su Biblioteca de la Mujer a los “quehaceres culinarios”), de su elegancia firme (no se conserva su ropa pero sabemos que compraba telas y patrones en París) y, pese a que sus huellas en los elementos “supervivientes” estén desdibujadas, de la Maison de l’artiste que ella diseñó y que tal vez algún día llegue a concretarse.
“No me queda nada salvo la certeza de tu bondad” es una de las frases de la carta que Virginia Woolf dejó sobre la repisa de la chimenea para su marido Leonard antes de sumergirse en el torrente del río Ouse, junto a su casa de Monk’s House. Una casa adquirida (¡en una subasta!) como refugio para los fines de semana y que terminó convirtiéndose en su residencia permanente (Virginia en una carta a su amiga Ka Arnold-Foster: “será nuestra dirección para siempre. De hecho, ¡ya he marcado muestras tumbas en el patio que se une con nuestro prado!”). En la visita de Parreño a la casa casi se escucha el bisbiseo de los Woolf en sus objetos, conectando con la intimidad de otro momento: la radio gramófono apoyada en la pared de la sala de estar, los libros multipresentes (no los originales, que se hallan en la Universidad Estatal de Washington), muebles pintados con figuras geométricas por Vanessa Woolf y Duncan Grant, el escritorio, el gabán en el perchero, varios paraguas viejos, las botas de jardinería junto a un cesto de mimbre… Pero si hay un lugar que emociona y conmueve en la casa es el dormitorio de Virginia, lo que ella denominó “mi dormitorio aireado”, la habitación propia en la que escribió las conferencias que leería en las universidades femeninas de Cambridge. Imagino, desde mi propia mitomanía, la excitación de Parreño imbuyéndose del espacio que gestó un texto que todas, de un modo u otro, veneramos. Virginia y Leonard se conocieron en las reuniones del Grupo de Bloomsbury, unas reuniones sociales en las que “no se les exigía a las mujeres que vistiesen adecuadamente, sino que usasen su cerebro” y que serían el primer lugar de emancipación intelectual para Virginia. Su matrimonio, apasionadamente deseado por Leonard y finalmente aceptado por Virginia, se sustentaba en la admiración mutua por sus obras, en su trabajo conjunto en la editorial Hogarth Press (donde se publicaron, entre otras, La tierra baldía de —mi admiradísimo— T. S. Elliot), y en compartir tanto inquietudes políticas como dicha y desánimo. Tras la muerte de Virginia y Leonard, Monk’s House y sus legados pasaron por distintas manos hasta ampararse bajo la tutela del National Trust, gracias a la intervención de Nigel Nicolson (hijo de Vita Sackville-West, a quien Woolf dedicó su Orlando). Hoy gestionan la visita a la casa a un grupo de mujeres de edad indeterminada que Parreño, entre la emotividad y cierta sana envidia, ve como “sacerdotisas vestales, entregadas con pasión a perpetuar la vida y la obra de Virginia”.
Ajmátova, Blixen, Pardo Bazán y Woolf, mujeres antes que escritoras, fascinantes en vida y obra, de temprana vocación literaria (esa que comienza con la avidez lectora en unas épocas en las que la formación educativa estaba reservada a los hijos varones de las familias), independientes y libres en la elección de sus biografías, combativas ante las normas sociales y la moralidad imperante, se hacen tangibles en la inmersión sensorial en unos espacios que la prosa evocadora y reflexiva de Parreño dota de vida. Las casas, de las que en El último refugio se incluyen planos y fotografías, son contenedores de memoria, espacios habitados todavía por el halo literario (y psíquico) de sus moradoras, conforman un legado que va más allá de la propia obra (descubriendo a través de sus objetos gustos, influencias, emociones, manías y excentricidades) y son también una reivindicación histórica y poética de las casas de escritoras como casa-museo (muy inferiores en su número que las casas de escritores: en España sólo una de cada diez).
Irreductiblemente mitómana, yo que cada vez que paso por la calle Tallers 45 en el Raval de Barcelona ofrezco una reverencia (literal, no metafórica) ante la placa que recuerda los años que allí vivió Roberto Bolaño, abogo por libros híbridos como este, que combina el rigor histórico con el no menos importante rigor emocional, que se convierte en una combinación empática entre el libro de viajes, la biografía literaria y la cotidianeidad doméstica que revela las condiciones de vida de una época y los reversos creativos de las obras de Anna Ajmátova, Karen Blixen, Emilia Pardo Bazán y Virginia Woolf. Un recorrido por sus cuartos propios, un paseo al corazón de su obra a través de sus casas, un viaje a los signos hermosos de su existencia en sus últimos refugios.