Mireia, de Purificació Mascarell (Dos Bigotes) | por Gema Monlleó

Purificació Mascarell | Mireia

“Sic transit gloria mundi, vanitas vanitatum et omnia vanitas” 

La historia de la locura femenina (sic) es una historia escrita por hombres, los eminentes (sic) psiquiatras de las instituciones mentales que regaron Europa y Estados Unidos desde el siglo XVII. El Hospital de la Salpêtrière en París es una de las instituciones que más historias de ficción ha inspirado. Construido por orden de Luís XIV para recluir a la marginalidad femenina, a partir del siglo XVIII encerrará a prostitutas, huérfanas, lisiadas, alcohólicas, seniles, “brujas y hechiceras”, melancólicas, lesbianas, libertinas, bohemias, moribundas y locas, es decir, a cualquier mujer fuera del canon de la correcta feminidad. Con el siglo XIX el cientificismo abrazará la psiquiatría y lo que, hasta el momento, fue violencia psiquiátrica (mujeres encadenadas, escondidas y castigas en celdas sin ventilación…) adquirirá a partir de entonces una pátina de humanidad y cuidados.  

En 1880 un alienista español, Luis Simarro Lacabra, llega a la Salpêtrière para iniciar una estancia bajo los auspicios de Jean-Martin Charcot, quien gustaba de compartir sus “Lecciones del martes”: un misógino circo pseudoerótico y freak alrededor de las (sus) mujeres histéricas (“venenosas, cloróticas, menorrágicas, febriles, viscerales y libidinosas”, documentadas con “delectación morbosa” en las fotografías de la Iconographie photographique de la Salpêtrière). Años después Simarro regresará a España con la intención de organizar un laboratorio de psicología experimental, con el que obtendrá pobres resultados, y cultivará su amistad con Santiago Ramón y Cajal, Juan Ramón Jiménez, Miguel de Unamuno o Joaquín Sorolla (que lo retratará para la posteridad en el cuadro “Una investigación”). 

Hasta aquí la verdad histórica. 

La verdad de ficción, con aderezo histórico, la escribe Purificació Mascarell (Xátiva, 1985) en Mireia, una novela sobre la amistad y la locura, el patriarcado y la locura, los fantasmas y la locura, la investigación y la locura, el poder y la locura, el estigma y la locura, el simbolismo y la locura, la muerte y la locura, la aceptación y la locura. Y cuando escribo locura me refiero únicamente a la locura femenina, a aquella histeria (“la bête noire”, según Freud) con la que experimentaba Charcot en la Salpêtrière. 

Las protagonistas de la novela son dos jóvenes y antitéticas amigas desde la infancia: Neus (pintora) y Mireia (psicóloga doctoranda en una tesis sobre Simarro –“siempre resulta misterioso aquel que tiene una vida intensa y, a su término, deja escaso testimonio”-). Neus es la narradora de un rompecabezas que combina los datos de la investigación académica de Mireia para su tesis con la historia de ambas: el encargo a Neus de un retrato por parte de Llorenç, hombre de ciencia que reside en la antigua mansión familiar de Simarro mientras escribe un ensayo, y con quien Mireia inicia una historia de ¿amor? y sexo. Trazos góticos (resuena Rebeca, Daphne du Maurier) y cierto aire detectivesco en una trama que se va revelando poco a poco (y no escojo el término “revelar” al azar, ya que en el libro hay una reflexión sobre el retrato y su capacidad para mostrar el alma del retratado -hilos invisibles hacia los daguerrotipos de la Anoxia de Miguel Ángel Hernández-) y que marca los ritmos de la historia desde la denuncia del trato tanto a las mujeres “locas e histéricas” (sic) de la Salpêtrière como a la representación artística de las femme fatale. Que Neus, pintora, escoja el término trampantojo para definir la historia tampoco es banal. Ella, hija del conserje del cementerio, niña que dibujaba lápidas, sin temor a la muerte ni a los muertos silentes, a lo largo del relato va topando con ¿un fantasma? que parece recién llegado del romanticismo, una figura “de otro siglo con ojos extraviados” que bien podría ser Lord Byron, Shelley, Bécquer, Larra, o el caminante hacia el mar de brumas de Caspar David Friedrich. Pero, ¿existen los fantasmas? 

Vida, muerte, locura, histeria. Dominación masculina. Mujeres convertidas en “sonámbulas cloroformadas”. “Llantos, espasmos, risas, vómitos. Ansiedad, delirio, epilepsia, éxtasis”. Tratamientos: “descargas eléctricas, complejos aparatos de sujeción, drogas inhaladas, inyectadas o ingeridas”; y sus efectos: “dolor, crisis nerviosas, agresividad, anulación de la voluntad”. Experimentos con la hipnosis (“desmayos, convulsiones, muecas grotescas, ojos en blanco, gritos de dolor, contracturas musculares”) y aprendizaje de los síntomas en unas “mujeres distorsionadas por un exceso de manipulación” que funcionaban como animales adiestrados del circo. Mujeres. Locura. Pecado. Reclusión. 

Fascinación y repulsión, la misma que a lo largo de la historia han provocado Lilith, Pandora, Circe, Cleopatra, Medusa, Mesalina, Dalila, la Sirena, la Vampira, la Diablesa. Una “progenie de mujeres libres y, por eso, peligrosas”. Femme fatales ingobernables y, por tanto, estigmatizadas. Mujeres que desafiaron “la estabilidad del pacto patriarcal”: las náyades de John William Waterhouse, la mujer alga de Thomas Millie Dow, la Salomé de Lévy-Dhurmer… Todas ellas aparecen y desparecen en la historia, son evocadas como contrapunto de Neus y Mireia, encarnan la libertad y, a su vez, el castigo. ¿La libertad y el castigo que también alcanzará a las protagonistas? 

En la casa familiar de Simarro la leña crepita en la estufa y se escuchan las notas de un piano en la lejanía. Huele a pintura y a golosinas ácidas. Neus retrata a Llorenç y se siente “como una médium entre el hombre y el lienzo, no como una creadora”. El alma se posa. Mireia, la que juega con los límites, “cabello en cascada como único envoltorio protector”, es puro sexo y el aire se vuelve denso. La tensión erótica es triangular (¿tetraédrica?). Una “estatua de ojos vivos” observa tras la ventana. Ver, percibir, sentir. Recordar la muerte de Lizzie, la modelo para el cadáver de Ofelia en el cuadro de John Everett Millais. Perderse en la propia confusión, rozar la histeria… “Las mujeres fatales y las histéricas representan dos formas anómalas de expresar la existencia del deseo sexual en las mujeres. Cuestionan el arquetipo del cazador y la presa. Dinamitan la idea de un eros de exclusivo dominio masculino”. Mujeres. Creación. Trompe-l’œil. ¿Delirio? Y, junto al recuerdo del orgullo demiúrgico de Charcot en su feria de las atrocidades, el vampirismo intelectual se abre paso en la trama de ficción. Mujeres. Telaraña. Engaño. Castigo. 

Mascarell escribe desde la actualidad mirando al pasado: sus mujeres son hijas de su tiempo y son forzadas o engañadas desde las estructuras del poder patriarcal imperante en cada momento. En Mireia la mezcla de géneros narrativos sirve para afianzar la trama de ficción en un correlato histórico (similar a la que realiza Mar García Puig en La historia de los vertebrados) desde la intimidad, el simbolismo, la rebeldía y la lírica, haciendo hincapié en la denuncia del antihumanismo científico en nombre de un progreso cebado en las mujeres, en algunas mujeres, en las no-normativas, en las de la feminidad inaprensible. Página 111: “¿Se puede provocar la locura? ¿Se puede generar el histerismo?” Termino el libro y las preguntas siguen flotando en el ambiente. ¿Se puede? Quizás Neus tenga la respuesta.  


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